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Relatos olvidados en el metaverso

LA CÁPSULA DEL TIEMPO

LA CÁPSULA DEL TIEMPO

 

 

Hay cápsulas del tiempo que no tienen fecha de apertura. Otras la tienen y hasta entonces la gente vive sin más, incluso tal vez después de abrirlas también. Y otras cápsulas no pretenden ni serlo. Un buen día, se encuentra de casualidad una caja roja y resulta ser un tornado de recuerdos. Una tarde, tras llegar al pueblo en verano, después de un año cerrada, hubo que ventilar la casa. Una vivienda de más allá de mil novecientos, con muros de un metro y sobre todo con cámara en la parte superior. Allí subí, para orear la parte de arriba y comprobar la ausencia de okupas no deseados, poniendo mi atención en los cepos. Iba con un ojo cerrado, por la creencia de que así no me encontraría ratón alguno atrapado. Hubo suerte. Llegué al espacio más reducido, totalmente abuhardillado, para abrir un ventanuco. Cuál fue mi sorpresa, que al mirar al lado, me tropecé con una caja de madera, pintada en rojo inglés y rectangular. No era pequeña, bien podía contener un arma, trapos o papeles. También podrían ser ratones, pero entorné ambos ojos y hubo suerte doble, no había roedores. Eran papeles que parecían documentos. También postales, invitaciones de eventos y muchos recordatorios de defunción, eso por desgracia era lo más abundante. Entre las postales, reconocí lugares de vacaciones y la letra de mis primos, mostrando afecto a mi abuela. Era interesante observar como evolucionaba su rúbrica según pasaban veranos y se hacían mayores.



Llamó mi atención las invitaciones a bodas. Eran muy austeras y disciplinadas, con alusiones religiosas como era debido. Encontré alguna que reconocí y se la di a mi primo, el hijo de los que contraían matrimonio en aquella invitación. Su sorpresa fue increíble, sonrió y me dio las gracias, pero casi sin palabras por la emoción. Dijo que lo iba a enmarcar. Se marchó agarrando la cartulina como si fuera de cristal.

 

Después acudieron otras primas a saludar y les di la analítica de sangre de su madre de mil novecientos cincuenta y algo, y las recomendaciones en cuidados ulteriores del médico. Cuando vi a mi tía, me di cuenta de que llevaba el papel en el bolsillo y recordaba todo como si fuera hoy.

 

También encontré en la caja, el retrato de un primo en el servicio militar, impoluto y guapo. Casualmente, vino su mujer a saludar a mis padres y le pregunté si no tenía una foto de su marido vestido de militar. Se sorprendió muchísimo porque ella ni sabía de la existencia de dicho retrato. Me daba la impresión que iba repartiendo ilusión mezclada con nostalgia a diestro y siniestro. Cuando le di la foto, la mujer me dio encarecidamente las gracias abrazándome, toda entusiasmada me dijo, que ella quería a ese hombre como estaba en el retrato, claro era joven y apuesto. Se me acercó al oído y me susurró que esa noche dormiría entre el retrato y su marido, imagino que sin que este último lo supiera.



Postales de mis tías a mi abuela deseando feliz día de la madre, no la llamaban mamá, sino madre, con gráficos y frases curiosas, contemporáneas para entonces. Me trasladé en el tiempo por horas y me sumergí en documentos más antiguos. Lo compartí con la familia y tuvimos unas horas muy gratas. Mi padre nos contaba las batallitas que recordaba, porque como a cualquier persona mayor, le funciona mejor la memoria a largo plazo.



La cápsula del tiempo pertenecía a mi abuela, madre de mi padre, de quien era la casa por entonces. La heredó de su padre, mi bisabuelo, y el abuelo de mi padre, que parece nunca ejerció como tal, aunque antes no se estilaba demasiado. Mi bisabuelo, cuando perdió la cabeza, que no fue a una edad muy avanzada, se subía al monte con la caja atada a la espalda mediante una correa. Allí podía pasar horas y nadie lo echaba en falta. Solo si hubiera tenido alguna ocurrencia de las suyas, seguro que se habrían enterado. Entonces, pude observar a mi padre contando con todo tipo de detalles las vicisitudes a las que fueron sometidas mi abuela y su madre. Después de adoptar los adjetivos de huérfana y viuda respectivamente, a los ocho años regresa al pueblo un señor que ni reconocían. Mi bisabuelo marchó a la guerra de Cuba, lo más probable fuera a la Guerra de Independencia cubana, cotejando fechas. La cuestión es aprender a hacer un duelo a un desaparecido, con ese dolor suspendido. Y cuando no se tiene esperanza alguna, aparezca como un fantasma ebrio, sea dicho de paso, un señor bastante desconocido para ellas que parece ser padre y marido. Creyeron que había muerto en la guerra, nadie tenía noticias de él. Y en qué momento volvió a desordenar sus vidas. Se jugaba a las cartas, bien borracho, los terrenos que poseían y ellas tenía que ir pagando las deudas. No es algo que haya descubierto este verano por boca de mi padre. Mi abuela me lo contó hasta la saciedad cuando era pequeña, adolescente y casi adulta. Ella no tuvo una infancia feliz, se le obligó a madurar pronto y se casó con alguien que pudiera afrontar las deudas de su padre, mi abuelo, del que las gentes dijeron siempre que era un buen hombre. Allí nos quedamos hasta altas horas de la noche leyendo las escrituras de aquella casa de antes de mil novecientos. También un listado de bienes aportados por los cónyuges al matrimonio. No tenía ni idea que esto se hiciera en aquella época. Se enumeraban objetos básicos como una cuchara, un traje de pana o unas sayas, y hasta un macho mular que costaba la mitad de una casa. Y pequeños terrenos, pero numerosos. A la vuelta de varias hojas y tras la suma, venían las deudas y como menguaban sus números, aunque nunca llegaron a estar en números rojos. Como la caja roja, que con el paso del descubrimiento de la cápsula, más bien parecía la de Pandora a ratos.

 

Aunque hubo bonitos recuerdos sentenciados al silencio y por fin vieron la luz, es cierto que tuve sensaciones extrañas aquellos días. Al desplazarme por los ambientes del hogar me sentía acompañada de un olor putrefacto. Un ejército de moscas verdes acudieron varias veces de la nada. Y en un momento determinado, a medianoche, una ráfaga de aire cruzó la casa y nunca más se vieron aquellos bichos alados. Decidí seguir repartiendo recuerdos durante el verano que evocaban, sobre todo, alegría.



En una de esas ocasiones que me tomaba un ratito en mi siesta, rebuscaba en la caja y encontraba nuevos recuerdos. Entonces le comenté a mi padre que podríamos restaurarla, ya que el tiempo había dejado su mella. Le pareció buena idea y nos pusimos manos a la obra. Subí de nuevo a la cámara y rebusqué en un mueble pinturas y barnices. Encontré una pintura rojo inglés, al abrir la tapa observé que estaba algo seca por la capa superior. También conseguí un barniz de un matiz oscuro, tipo cedro. Con eso me conformé. Mi padre ya estaba preparando una mesa llena de papeles de periódico y brochas. Algunas tuve que tirarlas directamente, pero había otras nuevas que pudimos utilizar sin problemas para dar un par de capas. Antes de todo eso, la sorpresa fue cuando al vaciar del todo la caja, seguía sonando algo en el interior. Nos miramos y sin mediar palabra fuimos a la vez a por un destornillador plano, para poder hacer palanca en el fondo de la caja.



Efectivamente había un doble fondo. En su interior encontramos un sobre que contenía una nota y una baraja. Nos desconcertó bastante y leí en alto la nota, decía: «Las 48 cartas que mi padre escondió en el fondo de esta caja, aquí quedarán por siempre». Mi padre me agarró la nota con cierta ansiedad y al comprobar lo escrito, aseguró que esa era la letra de mi abuela. Se contuvo las lágrimas pero no podía evitar la emoción. Y entonces se sentó y miró hacia el frente durante un buen rato. Nos quedamos en silencio, absortos en una frase que no sabíamos muy bien que quería decir. La baraja era española, un mazo de 48 naipes. Pocas veces había visto una baraja con 48 cartas, que contiene ochos y nueves, aparte de la sota, el caballo y el rey. Se notaba que había tenido su uso y era realmente antigua y aun así, mantenía los colores. Mi lado más comercial se planteó querer subir la foto de la baraja en alguna app o en redes para saber su valor. Leí debajo del as de oros un nombre: MANUEL ALEGRE 1811. Podía ser muy común el uso de una baraja en un hogar español, fomento del ocio en aquellos días y todavía sigue en estos otros tiempos. Ahora bien, una baraja que podía datar del siglo XIX fue lo que me sorprendió. Después de dar un buen repaso al mazo, que además estaba ordenada por palos, de menor a mayor, decidí darle la vuelta. Las ilustraciones en el envés de las cartas era de lo más típico, incluso reconocido por mí en las largas tardes de invierno cuando jugaba con mi abuela al cinquillo. Pero esa baraja en concreto no la había visto en mi vida, y lo más curioso, mi padre tampoco.



La luz vespertina incidía en las cartas. Antes no lo había apreciado, al revisar el dibujo del envés, en cada una de ellas había una letra marcada. Y digo marcada porque se había hecho con algo punzante, podía ser una aguja o tenedor. Así que nos salimos a la calle para ver mejor a la luz directa del sol. Al ser una letra por carta, decidimos llevarnos material para apuntar según íbamos obteniéndolas, la memoria no me da para tanto y a mi padre menos. Algunas letras eran más complejas, pero optamos por cubrir cada una de ellas con sombreado a lápiz y así desvelarlas. Una a una las 48, con paciencia. Iba aumentando la emoción según acertábamos la frase. Por lógica era fácil unirlas formando las palabras, una vez que íbamos descubriendo cada letra. De todas formas costó, ya había llegado el ocaso y en la penumbra leímos la frase una vez transcrita en su totalidad. Allí nos quedamos de nuevo, absortos en otra frase, con el corazón encogido porque esta vez sí que supimos a qué atendía.



Pudimos entender que mi abuela sufrió mucho y más al reencontrarse con aquella persona tras su vuelta de Cuba. No era su padre, sin duda, era un desconocido que seguramente nunca supo lo de la baraja escondida en la caja, que ebrio, se llevaba al monte todas las tardes a su regreso de La Habana.

 



«AUNQUE NOS SEPARE MAR Y TIERRA NUNCA TE DEJARÉ PEQUEÑA T.Q ♥»

 


(Relato presentado a concurso de Editorial Exlibric Reto 48, 2024)

Aventuras al viento

Aventuras al viento

Cuatro páginas de un libro vuelan por una urbe, que antes fue por campo y antes por urbe y antes fue un libro de un pueblo. De la calle de un pueblo, en un lugar remoto y olvidado, donde hay una biblioteca municipal a la que acuden Andrea y su hermana. Luego está Pedro, el hermano de Andrea y su hermana, pero el muchacho no lee porque prefiere jugar al fútbol. Ellas lo agradecen, porque el tío Juan le compró un libro al niño y no a las hermanas, cosas de los años 60, a ellas un par de muñecas de comunión les tendrían que encantar, según tío Juan. No importa, el que vive leyendo sigue viviendo entre libros. Y eso hacen las hermanas. Hubo un pequeño problema que debo matizar, el libro fue destrozado por Pedro, no quería un libro sino un balón. Por fuera era de cuero, pero por dentro de papel, y no de aire ni daba vueltas, aunque se volara igual con el viento. Eso pasó un día. Andrea y su hermana, perdón, la hermana de Andrea es Martina, leyeron el libro de Pedro del derecho y del revés una vez más. Aunque estuviera ya desahuciado, después del encontronazo con el quicio de una puerta y una estantería, el somier de la cama y el choque con el balón de Pedro, conservaba casi todas las páginas, excepto cuatro centrales que se habían deshilachado por los golpes. No importaba, Andrea y Martina se lo sabían de memoria. A esas páginas queríamos llegar, son las protagonistas de nuestro cuento. Polvorientas ahora, antes húmedas. Estuvieron por la ribera del río, más bien arroyo. El lodo hizo de ellas aparentar salir de una aventura de indios con cara pintada de rojo. Y después, con el bucle del viento, fueron envueltas en un huracán, llegando a las lindes de los campos arados. Allí, en una piedra de granito que hacía de banco, sentadas estaban Luisa y una amiga. Loli se llama la amiga de Luisa, que al sacar la merienda del zurrón, entre risas, encuentra allí nuestras cuatro páginas polvorientas. En principio Loli iba a arrugarlas y tirarlas, pero Luisa se las quitó de las manos. Decía la muchacha que le llama la atención el color del papel que viraba ora a rojo ora a beige, dependiendo de la doblez que le dio Loli. Al abrir las hojas, cuál fue su sorpresa, que encontró letras, frases, párrafos y casi hasta un capítulo entero comprendido en cuatro páginas de un supuesto libro. Sobre todo lo que llamó su atención, que mostró rápidamente a su amiga, fue una ilustración de un pez grande y con dientes que le recordaba a una piraña que había visto hace tiempo con su tío en el museo al visitar la capital. Se encontraba disecada la criatura en una vitrina, pero no por ello aparentaba ser menos feroz. Incluso años después, Luisa sigue recordando las pesadillas que tuvo aquel verano con semejante bicharraco. Pero aquel animal parecía un monstruo, de tamaño descomunal. Y entonces Loli le arrebató de las manos las páginas a Luisa y se puso a deletrear el nombre del espécimen: la equis, la i, la pe, la hache, la o, la ene, la a, la c, la de, la i, la s. Y esto es lo que dijo correctamente a la quinta vez que deletreó semejante palabra. Mientras, Luisa no paraba de reír, lo que retrasaba a Loli una y otra vez en su dicción desacertada. Al final, con enfado y obstinación logró decir de carrerilla todas y cada una de las letras hasta que, al fin, pronunció la palabra completa: xiphonactis. Al final, triunfante, Loli, se puso a danzar loca de contenta olvidando en el suelo las páginas, mientras Luisa seguía riendo. Y con el viento de nuevo a sus espaldas, se volaron las páginas otra vez. Tras recobrar la compostura de tanta jarana como armaron, pudieron apreciar la ausencia de las páginas rojizas y arrugadas, ya que estaban bien lejos, en la linde del campo. Se cruzaron al barbecho de enfrente de la linde de los campos arados. Y siguieron su aventura particular, las páginas que en su contenido volcaban aventuras y desdichas de los personajes, como en un cuento dentro de otro cuento andaban ellas ahora, de lleno, en su propia aventura. Y todo por un niño maleducado, agreste, que no quiso leer, no podían reposar tranquilas junto a las demás páginas, en lo alto de una estantería de roble, de fresno, de pino o incluso en un cajón olvidado, dentro del libro siempre estarían mejor. Y cruzando el barbecho, ya muy dispuestas las cuatro, en un puño giraban y giraban por el terreno baldío, hasta chocarse con un cardo. Una pena, fue tan fuerte el impact,o que aparte de sus tonos rojizos de los barros incrustados, junto a lo deshilachadas que ya iban previamente, se unieron más desastres en su estética. Ahora fueron desgarros por los pinchos de los cardos. Pero, al menos, sirvieron de freno a la vorágine que les esperaba en aquel espacio sin barreras. Y allí quedaron atrapadas, por lo menos, por unas cuantas horas. De pronto, otra racha de aire fuerte las llevó a la deriva. Las páginas deshilachadas, dobladas, rojizas y desgarradas, estuvieron casi al punto de cobrar vida. Así podrían manifestar el grito ahogado que llevaban entre sus letras desde el inicio de la aventura. Pero su gozo en un pozo, porque no pudieron más que dejarse rodar hasta quedarse enganchadas en un posible monstruo que no supieron catalogar. Podría describirse como un ser robusto, de más de un metro, con ramas pegajosas entre las que quedaron atrapadas y no solo ellas, que allí cohabitaban otros papeles de algún periódico. Y espera que se atisba un supuesto papel de plata de alguna merienda con chocolatinas. Aquello era un cajón de sastre, un caos. Y rodaban y rodaban, que por eso la llamaban rodamundos. Pero en estas tierras, con el tiempo supieron que aquí era nombrada capitana la tal bicha. Y llegaron al otro lado del barbecho, a un camino de cantos pequeños en el que iban motorizados un padre y una hija en un pequeño tractor. Enganchada la capitana con las páginas y el periódico y el papel de la chocolatina en una rueda del tractor, sorprendió a ambos que iban atentos a lo que rodaba ante sus ojos por el viento que soplaba. Bajó la niña a buen paso para recoger las hojas y retirar el arbusto rodante, que en otros lugares descubrieron las páginas, que también la llamaban marquesa y ese apodo, sí que no lo llegaron a entender nunca nuestras hojas. La muchacha empezó a mirar las páginas, llenas de rasguños y de barro, pero nada usuales por aquellos lares. El periódico era un tal heraldo de la capital, ya conocido por ambos. Y el papel plata no le interesaba en absoluto, allí mismo lo iba a tirar y al regañarle su padre lo guardó en una bolsa junto al periódico para tirarlo después en el pueblo. La niña, que se llama Sofía, se dio cuenta de que eran páginas de un libro cuyo título se encontraba a pie de nota y leyó en voz alta: Viaje al centro de la tierra de Julio Verne. Su padre se sonrió y entonces, le contó que de pequeño lo leyó en el colegio, al prometerles los maestros a la cuadrilla, que ese verano verían una película en el pueblo. Recuerda que deseaban verla todos los muchachos porque salía un héroe de los de antes, James Manson, que ya interpretaba al capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino, basada en otra novela de Julio Verne. Entonces el padre, que se llama Alejandro, le habló a Sofía de ambos libros llevados al celuloide. Describió Alejandro con ilusión las aventuras en aquellos inhóspitos parajes y los sucesivos monstruos que salían en los libros y por ende en las películas. Sofía quedó entusiasmada y le dijo a su padre sin más demora, que necesitaba leer esos libros para vivir o soñar con esas aventuras. Entonces el padre le explicó que no eran aventuras para niñas, que mejor leyera novela romántica o libros de cocina, que de esos su madre tenía amontonados unos cuantos. De nuevo los años 60 hicieron su aparición. Pero la muchacha, puso mohín y quedo callada un rato largo mientras su padre seguía por la linde del campo avanzando con el tractor. Después de reflexionar, se puso erguida y le dijo a su padre muy seria ella, que las aventuras no tienen nombre de nadie y que deben ser vividas por aquella persona que realmente goce con entusiasmo, con ilusión. Entonces Alejandro, paró el tractor y la miró de frente. Bien serio le dijo a Sofía que le perdonara tal aseveración y que desde ese momento su hija leería todo aquello que quisiera. Con una sola condición, que estuviera en consonancia con la edad, no fuera que le cayera a él alguna perorata de su señora esposa. Le dio un fuerte abrazo a su padre, con las cuatro páginas de Verne todavía en la mano. Entonces su padre le dijo: mete en la bolsa también las cuatro páginas andrajosas que te compraré todos los libros de Julio Verne bien nuevos y relucientes. La muchacha se agachó e hizo ademán de echar los papeles junto al periódico y al papel plata. Se conoce que a la vez el padre arrancó el motor del tractor y entonces, llenas de vida, las páginas, embarradas, arrugadas, rasgadas, pegajosas e incluso, porque son papeles que me atrevería a decir doloridas, después de tanto sufrir en piña, se volaron con otra racha, ahora ya de su amigo el viento. Sofía y su padre sonrieron y entendieron que aquellas páginas llenas de vida seguirían buscando más aventuras en plena libertad.

 

YRB©



La conspiración del bosque

La conspiración del bosque

Los rayos cesan, a pesar de lo que dicen, además en concreto el que me cobija tiene las horas contadas. En gran medida por culpa del gigante, el que invade mi espacio. Vivo en sus faldas, entre rocas y hojarasca, si a las acículas se las puede incluir en la clasificación de hoja. No sé de botánica, en casa del herrero ya se sabe. Aunque hay hojarasca gracias a la generosidad de un roble que también vive debajo del titán.  Cómo deseo estar por encima de él y poder cubrirme de calor en cualquier momento del día, del mes, de la estación. Incluso cuando pierdo mi follaje también quiero esa luz que me corresponde y en reiteradas ocasiones solo intuyo. No puedo confirmar la altura del gigante que me roba la luz, pero es muy posible que no llegue a ser tan alto como los árboles de tierras lejanas de Canadá.  A los 70 metros no llega, ya le gustaría, ya. 

No sé de botánica, pero de geografía, algo sí, porque me interesé aquel mes de julio, cuando llegaron las oropéndolas buscando agua fresca del riachuelo, que por cierto estaba bien seco.  Por eso marcharon rápido; una lástima, parecían simpáticas. Me contaron en su breve parada que venían de regiones lejanas cruzando mares, montañas, campos, ciudades y bosques como el nuestro. Pero hasta dentro de un año no acudirán, si es que regresan a este rincón con escasez de agua en los meses estivales.

Recuerdo que todo empezó una tarde de otoño, ya a la caída del sol, temprano. Los chismes siempre llegan raudos al bosque y más cuando no sopla el viento. Sí que había una leve brisa aquel día por el cambio de tiempo, pero entrecortada.  Gracias a eso se escuchaba el cuchicheo de las rocas. Siempre han sido muy chismosas y todo lo transmiten. El musgo sabía, por parientes lejanos, que un huésped se acercaba con las lluvias. Se lo estaba contando el liquen y mientras, puso la oreja la roca, que para eso sirve bien de base al tapiz que forma el musgo.

Faltaba el mirlo. Ese maldito pájaro que semeja ser cuervo para meter miedo a los más pequeños de su especie y así evitar que anden en su territorio. Ambicioso el animal que no se conforma con poca parcela.  Aquella tarde de otoño andaba a saltitos por el sendero que va del pino a los torviscos.  Iba piando como una cotorra, que había visto una ardilla en la rama más alta del pino. Así distraía al gigante para que no estuviera al tanto de la conspiración que iba creciendo a su alrededor. 
El mirlo se acercó con cuidado hacia el senderito cubierto de torviscos y helechos para contarles que el fin del pino estaba cerca. Una gran amenaza se acercaba y mataría al titán. Venían lluvias torrenciales y con el agua crecería un gran hongo en la superficie del pino, a ras de las acículas caídas. Su peor enemigo, aparte de la procesionaria, o incluso peor. El hongo pudre la madera y el pino en poco tiempo cae. Todos, sorprendidos con los conocimientos del tordo que, tal vez lo dedujo de escuchar un poco a los líquenes y otro poco de invención, mantuvieron un silencio lleno de conspiración durante unos días a la espera de la lluvia que no llegaba. Rezaban para que ocurriese. Por fin, toda la luz sería para los pequeños arbustos, los insectos, los pájaros...

El gigante, lo que tenía de grande, lo tenía también de ingenuo y no percibía nada raro a su alrededor. Solo intuía que llegaba la lluvia e imaginaba el aroma a pino y resina que dejaba cuando cesaba el agua y venía el viento. Aromatizaba todo el bosque.  A todo esto llegó una gran aliada de la lluvia y el frío otoñal, que pocas veces se deja ver. Y con su sabiduría y movimiento enlentecido se hizo escuchar a ras del manto de hojas. Dijo que era más vieja que nadie en ese bosque y que sabía más el diablo por viejo que por diablo. Así que, enfadada la salamandra, nos dio una lección a todos los conspiradores alarmando de lo peligroso que sería que el pino muriera por aquel hongo apocalíptico que esperaban como agua de mayo. Quiso hacernos ver que el pino era el cobijo de todos nosotros.  Con sus ramas, resina y madera, el árbol aportaba el sustento del bosque abrigando a cada especie que formaba parte del hábitat. Incluso la luz directa podría convertirse en el enemigo perfecto para las especies que vivían en las faldas del pino. 

Arrepentido de mis pensamientos, como helecho que soy, rezo para que no aparezca nunca el hongo letal con la lluvia. Nunca más he vuelto a escuchar los rumores del mirlo y los torviscos. Agradezco desde ahora el rayo de luz en cada mañana, aunque cese.

 

Historia de la naturaleza que participó en el concurso convocado por Zendalibros con motivo del 3 de Marzo de 2024, Día Mundial de la Naturaleza.

Concurso de relatos #naturalmente - Zenda (zendalibros.com)

Renovarse o morir

Renovarse o morir

Fue el eslogan de una importante empresa de papel higiénico, allá por el 2083 “Renovarse o morir” Se anunciaba en todas las redes. De manera inminente desaparecerían los rollos de dos, tres y hasta 10 capas, que llegaron a tener a principios del 2040; sin poder superar ni una capa más, por un problema logístico en el uso. El papel holográfico sería la estrella a partir de entonces. Aunque nadie veía el sentido, todo el mundo sabía que tarde o temprano sucedería. La materia siempre, desde Einstein, se transformaba, así que había que adaptarse a los nuevos tiempos. Sin embargo, hay una condición que acompaña al humano, la nostalgia. Como en tiempos de pandemia, hubo grupos de personas que atesoraron cantidades ingentes de rollos. A nivel internacional fueron perseguidos, pero igualmente envidiados y nunca más se supo de ellos. Si has podido llegar hasta aquí, ya sabes en qué lugar de la galaxia nos encontramos, hermano. Todo sea por la celulosa.

YRB©

Participante en concurso de microrelatos organizado por Renova, con motivo de la Feria del Libro de Madrid 2023.



El bloque de enfrente

El bloque de enfrente

 

 

 

 

Se llama Elisa, lo supe por el portero del edificio. Estos bloques son antiguos y al final todo se sabe. Se había montado tal jaleo aquel día, que era inevitable enterarse de lo sucedido al paso por la portería, cuando me disponía a hacer unos recados. Llevaba cierta prisa, pero me podía más la curiosidad, cuando vi que el portero del bloque de enfrente estaba en la entrada del portal de nuestro bloque, hablando con nuestro portero. Más bien gritaba a los cuatro vientos, de forma indiscreta, lo ocurrido en su lugar de trabajo la noche del 15 de abril, semanas antes.

 

Cuando compras un telescopio barato, suele pasar, que al final es inevitable utilizarlo para lo que no se debe. Aunque en realidad no fue intencionado, una llamada telefónica inoportuna dio el giro inesperado que precipitó mi vida hacia un terreno pantanoso. Estaba regulando el trípode de mi telescopio infantil, eso comentó mi compañero de la redacción cuando lo vio en la oficina tras recibir el paquete. Me dijo «que sepas que te han tomado el pelo o te consideran un inmaduro, pero ese telescopio, es para descubrir por primera vez los planetas, en la medida de lo posible. También puede contribuir a la iniciación de tu propia sexualidad en plena pubertad, viendo la bonita lencería de la vecina de enfrente». Pues bien, era mi telescopio y soy un principiante, así que era el indicado para mí.

 

Retomando la escena, debió ser que no supe ajustar el trípode y el telescopio no apuntaba a la dirección de Marte, sino que inclinó su lente al moverse el tubo lentamente. Pero no me di cuenta, porque andaba despistado dejando el teléfono en la mesa. Con llamada inoportuna, me refiero a un teleoperador intentando venderte seguros. Al colocarme para ver el planeta rojo, me encontré mirando una ventana del bloque de enfrente. Y ya no pude apartar la mirada hasta el fatídico desenlace. 

 

Aquella mujer, con un amplio camisón de topos con fondo blanco y puntillas en el cuello y puños, era toda una revelación para mí. Su cabello se sujetaba en un moño alto con una cinta negra que se intuía de raso, por el brillo que desprendía. Sus mejillas eran sonrosadas, nariz chata y barbilla prominente. Podía observar la obesidad mórbida que sufría, por el volumen que se visualizaba sin problema. Se sumaban también los movimientos lentos. Apreciaba como tenía que pedir permiso a un pie para mover el otro. Hacía uso de un andador, ya que en algún momento se alejaba de la ventana hacia la puerta, revelándose más escenario. Se pasaba el rato hablando y hablando por los codos. Me podía hacer una idea por todo lo que gesticulaba a lo largo del día. Al principio creí que había un interlocutor cercano, con la esperanza de que se asomara por esa ventana o la de al lado, que era realmente mi campo visual; ya que las otras dos ventanas que se intuían eran del mismo piso, siempre estuvieron cerradas y con las persianas bajadas. Pero los únicos seres animados que pude ver por esas ventanas, de persianas subidas durante las 24 horas, eran un par de gatos; uno blanco y otro negro, hembras o machos, eso no lo sabría nunca. Me di cuenta de que no era a los gatos a los que gritaba, porque la mayoría de las veces, y no sé qué habrán dicho sus vecinos al respecto, vociferaba de forma exagerada y después tosía como enferma bronquítica, acompañada de su bala de oxígeno en todo momento. Bebía para aclarar la voz. Después de recuperar el aliento, continuaba gritando.

 

Soy un periodista mediocre que cada viernes tiene que escribir un cuento en un blog de un periódico mediocre. Y entonces esa mujer, ahora sé que se llama Elisa, fue mi inspiración. No era la Beatriz de Dante, pero me acostumbré a su permanencia en aquella ventana, para así poder echar a rodar páginas y más páginas que hablaban, ante todo, de la soledad. Nunca intenté enfocar el telescopio hacia otras viviendas, por serendipia, había encontrado un filón para mi estabilidad laboral. Empecé tímidamente a escribir sobre su camisón y sus andares. Imaginando que había un hombre gruñón sentado en un sofá orejero, frente a un televisor, exigiendo a Elisa que le cocinara, le planchara y le afeitara entre tantos mil cuidados más. Y ella, con un discurso permanente a pesar de gritarle, hacía todo lo que le pedía, pero no desde un prisma de sumisión. Era puro reproche nuestra Elisa. En los relatos la llamé La Antonia, era más cómico. Hasta me inventé recetas de La Antonia, y las series que veía en la tele. Incluso los programas de radio que escuchaba. Me llamaron de la redacción del periódico, justo un viernes que no escribí sobre La Antonia. Aquella semana decidí desengancharme de sus historias, y traté de hablar sobre la subida de precios en alimentos de primera necesidad. Ante todo soy un periodista y quería demostrarlo con temáticas de actualidad. Una hecatombe lie. Los usuarios empezaron a comentar en plan trolls y mi jefe me dio un tirón de orejas virtual. Así que tuve que seguir con el personaje. Para aliviar la ira del público, decidí inventar una historieta erótica de La Antonia. Me inspiró un día que se mudó de camisón. Lavó el de topos, que debió ir solo a la lavadora, en caso de que la hubiera. Se colocó uno rojo, algo subido de tono, aumentaba el fervor de sus mejillas. Incluso podría asegurar que se había animado y su gesto de reproche hacia el marido, al que nunca puse nombre, era más dulce e incluso sensual. Como era presumible tuvo un gran éxito, se entiende el relato, dentro de los seguidores del periódico.

 

Los relatos no tenían título, solo números correlativos. Del uno al 48, fatídico 48. Quise acabar con La Antonia de una vez por todas y qué mejor manera que hacer desaparecer el personaje. Nunca quise que desapareciera Elisa, por supuesto. La ocurrencia surgió de una noticia que leí en un periódico de Rumanía. Un hombre, tras esconderle su mujer el tabaco, decidió meterla en un habitáculo de madera similar a un ataúd. El muy bruto lo hizo con ella viva, para que escarmentara y así confesara dónde había escondido el dichoso tabaco. El hombre era carpintero y el enunciado de la noticia decía «48 clavos necesitó el carpintero». También era fino el que había escrito el artículo, parece que no era necesario hacer referencia a la violencia de género, lo interesante era el material empleado por todo un profesional. Así que me dispuse a escribir un cuento basándome en tal artículo rumano. Hasta me regodeé con todo tipo de detalles para describir los clavos. Me decanté por los clavos de acero, endurecidos en baño de sal, y de cabeza plana, que son los que usan los carpinteros; los carpinteros asesinos también. El señor se desesperó por los gritos de su esposa. Al parecer, las amenazas por su parte no fueron pocas. A pesar de todos los insultos rumanos que constaban en su vocabulario, nunca le dijo dónde se encontraba el tabaco. Al escuchar los vecinos las voces de la mujer, acudieron ante tal algarabía y en ese mismo momento, el hombre desapareció. Se fugó por miedo o prudencia y nunca más se supo su paradero.

 

Fue así, como finalicé la colección de los viernes de mi querida Antonia, en el blog del periódico. Decidí que mi carrera como astrónomo no era próspera y vendí el telescopio infantil al hijo del taxista, que vive en el primero. Realmente le hacía más ilusión al padre que al hijo, pero todo fuera porque el día de mañana el muchacho despertara su pubertad como apuntaba mi compañero. Eso sí, observando a alguien que no fuera La Antonia, una mujer más lozana. Por mi parte, ni vi lozana alguna, ni Marte. Nadie reclamó nuevas entregas de La Antonia y yo me liberé para realizar otros trabajos en la redacción. Si bien me quedé satisfecho, al no poder visualizar con mis gafas de miope nunca más a La Antonia, tras haber vendido el telescopio, desconecté de aquella historia que no echaba para nada de menos; a pesar de estar varios meses pendiente de aquella ventana, es curioso cómo quise borrar todo aquello y que poco me duró la necesidad de amnesia.

 

El 15 de abril, como bien narraba el portero del bloque de enfrente en nuestro portal, hace unas semanas, tuvo que llamar a los bomberos porque la mujer de la planta 48, puerta 24,que vivía sola, había intentado tirarse por la ventana. Ella era la tal Elisa, que con su forma física, se quedó atascada en la ventana. Ni caía al vacío ni entraba a su casa. No se sabe cuánto tiempo estaría con el culo en pompa que gritó tanto, pero mucho más de lo que ya lo hacía habitualmente, que los vecinos se alarmaron. Entonces fue cuando dieron el aviso al portero, e inmediatamente llamó a los bomberos. Grandes profesionales, con una grúa pudieron empujar desde el exterior, solo de imaginar la altura ya me da vértigo, hasta conseguir que la mujer retornara a su cocina. Después, para el traslado posterior a urgencias, la tuvieron que bajar por las escaleras, 48 pisos, haciendo descansos cada 5 plantas para poder asistirla; más por los nervios que por otra incidencia, pero acompañada en todo momento con su fiel amiga la bala de oxígeno conectada a una mascarilla. Y al cabo de las horas, lograron sacarla del edificio.

 

En el hospital sigue recuperándose Elisa hoy en día, voy todos los viernes. Ayer mismo me enteré de que los gatos están en un centro de acogida y fui a adoptarlos. Se llamaban Manolito y Margarita, por fin supe que eran macho y hermbra. Decidí que Yin y Yang era más cómodo. Elisa no creo que salga de inmediato del centro y aparte, es alérgica a los animales, los médicos le han prohibido terminantemente la compañía de animales domésticos. Con respecto a mí, no dijeron nada.

 

Vivo entre una mezcla de culpabilidad y nostalgia, por haber querido cargarme a La Antonia. La señora rumana no falleció y Elisa tampoco, pero mi Antonia sí y me sentí hundido al saber lo sucedido aquella noche. Días después de haber finalizado la colección, en el periódico del personaje inspirado en aquella amable señora, llamada Elisa, seguía sin saber que mi vida seguía dando un giro espectacular. Si bien es cierto, que nunca le comenté nada sobre el telescopio ni el periódico. Y nunca lo haré.

 

YRB©

 

(Relato presentado a concurso de Editorial Exlibric Reto 48, 2023)

Y tú ¿Ya tienes tu propia habitación?

Y tú ¿Ya tienes tu propia habitación?

 

No encuentro esas hojas, cariño, no las encuentro. Por más que busqué entre los juguetes del crío, en el cesto de la ropa, debajo de la cama, se esfumaron. Tal vez recuerdes y puedas reescribirlo mi amor, yo te ayudo. Sí, ya sé que tengo que pasarlo a máquina para el viernes y solo quedan cuatro días, que tienes que ir a un congreso el lunes y también al periódico, que esperan impacientes tu artículo sobre la inspiración… Pero a mí la vida no me da y no me cunde. Soy invisible ante el mundo, pero supongo que eso no te interesa. Por las mañanas, casi madrugadas, al mirarme al espejo, para lavarme la cara, veo la huella que me han dejado las preocupaciones que no paran de llegar. Un día tras otro, todos iguales de pesados, de no llegar a la noche, de ir deprisa a todas partes, de no darme la vida para respirar, sin espacio. Un día alguien se fijó en mis poemas, en aquel taller. No sé si tú también lo recuerdas. Con tu dedo índice subiste mi mentón, me miraste a los ojos y dijiste en voz alta, aquí hay un espíritu libre. Yo, enamorada de tus palabras, seguidora de tu legado desde pequeña, me enamoré de mi ídolo o tal vez solo de su creación. Y hasta el día de hoy aquí estamos juntos. Tú con tus palabras, yo con mis quehaceres de criar a un niño y además cocinar, limpiar, lavar y ser tu secretaria. Y alguna que otra vez que tú no llamaste a las musas, o no quisieron venir, también escribo por ti. Sin habitación propia.

#Historiasdemujeres

Concurso literario de Zenda para celebrar el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo del 2023.

#Historiasdemujeres, nuevo concurso de Zenda - Zenda (zendalibros.com)

YRB©

 


Trapista a la vista

Trapista a la vista

 

 

 

“La mejor cerveza está donde van a beber los monjes.

– Shakespeare

 

 

Un mal día lo tiene cualquiera, dicen las malas lenguas para consolar. Luego nos premiamos con pequeños detalles. Y eso es lo que me voy a aplicar yo ahora tras discutir con mi chica. Un fin de semana desperdiciado comiendo con mis cuñados es la premisa del enfado. A quién no le pasaría. Así que lo tengo decidido, voy al supermercado a comprar cerveza. Sí ya lo sé, ahora os ponéis a pensar en la simpleza del género masculino porque somos felices con una cerveza, pero como dijo alguien, se necesita inteligencia para poder disfrutarla. Y no será una cerveza sin alcohol ni marca blanca, no. Que por otro lado te hacen un apaño para hidratarte a parte del agua. Sí aquí saldrán detractores también y todo hay que decirlo, ese bien universal y tan escaso últimamente, que al final ni fabricar cerveza se podrá si no hay agua. Pero necesito gratificarme con algo más culto. Inicialmente pensé en una IPA, qué buenas cervezas se han puesto de moda, con esos lúpulos aromáticos llenos de psicodelia. Pero reconozco que tengo que hacer un ejercicio de introspección y para ello necesito cultura en mi cuerpo. Embeberme de esos alcoholes vívidos de tiempos pasados con siglos por bandera. Una cerveza negra, eso sí que es un manjar. Así que sin más dilación me acerco a las estanterías de las cervezas, que esta vez no las han cambiado de sitio, esto de jugar con los sentimientos del comprador genera una ansiedad espantosa. Ya veo desde lejos la inconfundible Guiness. Mi cerebro va paladeando su espuma. En cero coma en la cesta y a la caja. Pero, de pronto se me acerca alguien al que inicialmente no presto mucha atención, sólo cuando me lo encuentro encima, sin respeto de distancia alguna, hace zas y aparece a mi lado. Un tipo sonriente, portando un túnica blanca y cinturón marrón a modo de monje. Entiendo que es un comercial contratado por el supermercado, más que nada para no salir corriendo, porque es un poco espeluznante. Porta una botella, que será la cerveza que quiere endosarme.

 

— Perdone usted que le aborde caballero, pero le comento que aunque ha elegido una buena cerveza, es demasiado moderna si la compara con la Brasserie de Rocherfot, de la Abadía de Rocherfort, sita en Rocherfot, Bélgica — me soltó aquel tipo sin dilación tal perorata, no me dejó ni respirar. Y más, con tanto roquefor sólo pensé en el olor del queso.

 

 

 —¿Como el queso roquefor?— le pregunté un poco por curiosidad y otro poco con cierta ironía. Mientras, me hacía el despistado atisbando cervezas variadas en la parte superior de la estantería de cervezas artesanales.

 

— Sin duda alguna, usted se refiere a la región de Francia de Roquefort. A ése país vecino la orden trapense le debe mucho. Pero su queso no tiene nada que ver con la Abadía de Rocherfort, sita en Rochefort, Bélgica—dijo el monje pacientemente con su sonrisa perpetua en el rostro.

 

La verdad es que lo pienso y siempre se me pegan todos los enfermos. Incluso me parecía un poco psicópata con tanta reiteración. Estuve por buscar en Internet dónde carajos está la tal abadía, pero no tenía ni idea de cómo se escribe y no pensaba preguntárselo a ése excéntrico.

 

El tipo se sacó de la manga una jarra de porcelana, de ésas antiguas, y me dio a beber su cerveza casi con genuflexión, así que no tuve más opción que aceptarla. Y voilà, descubrí el maná. Ahora fui yo el que empezó a sonreír patéticamente tras probar aquel elixir. Tenía bastante alcohol , creo que nunca había probado una cerveza trapense, pero a partir de ahora serían mis preferidas.

 

 —Si se fija bien, al paladear, puede usted apreciar los matices del lúpulo y azúcar de candi. Lástima que antes se hiciera el uso de flores de lúpulo que ya no es tal, pero ésta Rochefort 10 que usted prueba, es una de las tres cervezas trapistas que elaboran actualmente los monjes de la Abadía de Rocherfort... —Sí cansino, en la Abadía de Rochefort, sita en Rocherfort, en Bélgica, que ya me enteré. Aunque esta vez se lo perdoné, ya sólo estaba pendiente del precio y a la cesta, que me iba a dar un festín erudito a la salud de mis cuñados.

 

 —¡Está buenísima!—dije de forma sucinta. Crítico de cervezas no soy, hasta mi padre haría un comentario mejor. —Aunque el precio es algo elevado, pero claro con el azúcar de candi lo vale.—Hablaba por hablar para dármelas, a mí, dicho azúcar me recordaba al candy crush.

 

Entonces fue cuando se me acercó al oído para susurrarme algo que en principio debería gritar a los cuatro vientos. Me confesó que había una oferta si comprabas seis botellas y la cerveza te salía a 2,43€. Un chollo que debía aprovechar. No sólo me salía de allí con una buena cerveza, si no que además en oferta y con un conocimiento de tal descubrimiento que hasta no me importaba cenar con la familia para echárselo en cara. Cogí las seis cervezas y esta vez a la cesta y para casa. Saludé al monje y le di las gracias por tal revelación.

 

—Hasta más ver, caballero. En breve marcharé también para retirarme al oficio divino— dijo el monje con su sonrisa bonachona. La verdad que cada vez eran mejores los comerciales, deberían felicitar al tipo que los contrata.

 

Al llegar a la caja y revisar el ticket tras cobrarme, aprecio que el coste de la cerveza era muy superior a lo que me dijo el monje y así lo referí a la cajera con ademán de pocos amigos. Parca en palabras, hizo una llamada y acudió una señorita en patines, que no era precisamente Yo, Tonya. Y fue rápidamente a comprobar a pie de estantería lo que le trasmitió la cajera según se lo dije yo. Al regresar, me comentó que el precio era el que marcaba la caja, que no había más. Entonces con cierto enfado ya, le comenté que para qué contratan comerciales vestidos de monje si luego no aplican las campañas que ofrecen, que era un abuso por su parte con respecto al consumidor desvalido. Claro que la cajera y la Tonya se miraron y me dijeron al unísono, que no había ningún comercial contratado de monje, que no tenían campañas abiertas todavía.

 

Empezaba a caminar para marcharme de allí, cuando la cajera, al verme tan sorprendido, aunque en gran medida asustado, me ofreció devolverme el dinero. Y entonces reaccioné y le dije que no, que es la mejor cerveza del mundo y que voy a saborearla pensando en los monjes de La Abadía de Rocherfot, Bélgica.

  

—Lo que se inventa la gente con tal de obtener una oferta— La cajera le dijo a la Tonya, entre risitas.

 

En ese momento alguien dio una palmadita a la patinadora por detrás, se giró y allí estaba mi amigo el monje. Preguntaba por los servicios y de paso se despidió de mí con saludo casi papal. Muertas se quedaron éstas dos panolis, fue visto y no visto, una exhalación de otro tiempo.

 

¡Mis cuñados van a alucinar!

 

 

 

 

YRB ©

Paté y turrón

Paté y turrón

Si ahora se cuela en el vagón un tío disfrazado de ratón, como en el vídeo de instagram, me da algo. Creo que son puro montaje la mayoría de esos vídeos. Repasaré la lista de la compra de mañana, todavía me quedan una infinidad de estaciones de metro.

 Alguien entró y se sentó enfrente. No lo mires. Te dije que no lo mires. La naturaleza humana nunca sorprende, curiosidad felina más bien. Prosigue con la lista de la compra. Los patés al final se quedan siempre a medias. Ese pan tostado con pasas que sobrevive en el armario hasta junio, y el turrón ¿Quién come turrón después de la cena?

 Quedan cuatro estaciones todavía. Sólo resuena en mi cabeza la voz en off que dice “...al salir, anden en curva” Y dale,otra vez. Ahora ya no puedes evitar mirar su mascarilla, higiénica por cierto. Como la tuya del Thyssen, inspirada en Jacques Linard, Porcelana china con Flores. No me lo puedo creer, tiene a John Coltrane tocando el saxo. Cultura la mía ninguna,recuerdo a Sergio que tenía aquel vinilo de Lo mejor de Coltrane. No sé cómo se encuentra ni qué hará esta Navidad, tal vez le llame. Mi estación, me voy a casa (cuidado con el andén en curva).

  

Gran invento el audio en el whatsapp. Al principio los odiaba, no me gusta mi voz. Después decidí no escuchar lo que envío. Se economiza tiempo. Un saludo escueto y a esperar respuesta.

 

Ya voy, ya voy. No para de sonar. Nos tiramos media vida con el móvil en la mano y otra media buscándolo.

-Hombre Sergio ¿Qué hay de tu vida? Ayer vi un tipo en el metro con una mascarilla del músico del saxo que te volvía loco y pensé en llamarte.

-Gracias Laura, me alegro mucho que te acuerdes de mí en estos momentos.Tengo que confesarte que ahora mismo vivo confinado. Imaginarás que tengo covid, pero lo que tengo es miedo a no estar localizable y sin batería en el móvil. Tengo que saber en cada momento cómo progresan mis padres.

- ¿Qué les pasa? Sergio, cuéntame. Y perdona que no te haya llamado antes.

- Mi madre ingresada en el Hospital Ramón y Cajal con un meningioma que le afecta a la movilidad de medio cuerpo. Mi padre ingresado en el Hospital Doce de Octubre con un ICTUS, que lo trasladarán para recuperación en otro hospital de media estancia y además en unidad covid. Porque él sí que lo tiene. Estoy en tratamiento por ansiedad y con baja laboral, sin un ápice de esperanza.

- Y yo pensando en los patés y el turrón. Voy a tener que traerte a casa a tomar una copa de cava con ese disco tuyo, Sergio.

-Gracias Laura pero no somos familia ni convivientes y tal vez ni allegados. Te lo agradezco de todas maneras. Siento tu abrazo virtual, por así decirlo.

- Hagamos algo.Nos saltamos las normas. Vayamos a la calle Ibiza, hay bares con sus terrazas, podemos tomar una copa.

-Estoy yo para saltarme nada con la que tengo en mi casa, sois unos inconscientes. Adiós Laura.  

 

Qué pesadilla acabo de tener con Sergio. Voy a llamarle para saber de su vida.

-Hola Sergio, me acordé de ti, espero que tus padres y tú estéis bien.

-Gracias Laura, pero vengo del tanatorio. Mi madre ha fallecido de un meningioma.

- ¿Y tu padre?

-Está muy triste pero era un duelo largo, crónica de una muerte anunciada.

- Siento tanto lo de tu madre y no haberte llamado antes. Y tu padre está bien, ¿no tiene nada?

- Espero que no, es lo único que me queda en este momento...

 

¡Madre mía!¡Por Dios! Una pesadilla dentro de una pesadilla. Ya no sé si llamar a Sergio.

-Hola, te llamo para saber si no tienes nada.Me he acordado de ti estos días.

-Gracias Laura, no me encuentro bien. Tengo covid, me lo dijeron ayer. Asintomático pero en casa.

-Bueno mira el lado positivo, por lo menos tus padres no están muertos ni nada de eso.

-Ellos están bien, yo recluido en mi cuarto. Espero que no sea un tipo de maldición lo que me acabas de decir, Laura.

-Perdona, sólo quería saber de ti y los tuyos. Me lié con el paté y el turrón y no sé porque llegué a estos jardines.

-Ya hablaremos Laura, estás muy rara. Saludos.

 

¡Otra vez un mal sueño! Me voy a levantar de una vez. Ni llamo a Sergio, ni felicito la Navidad este maldito 2020 a nadie, ni compro paté y menos turrón.  

                                                                                                        YRB©