La conspiración del bosque
Los rayos cesan, a pesar de lo que dicen, además en concreto el que me cobija tiene las horas contadas. En gran medida por culpa del gigante, el que invade mi espacio. Vivo en sus faldas, entre rocas y hojarasca, si a las acículas se las puede incluir en la clasificación de hoja. No sé de botánica, en casa del herrero ya se sabe. Aunque hay hojarasca gracias a la generosidad de un roble que también vive debajo del titán. Cómo deseo estar por encima de él y poder cubrirme de calor en cualquier momento del día, del mes, de la estación. Incluso cuando pierdo mi follaje también quiero esa luz que me corresponde y en reiteradas ocasiones solo intuyo. No puedo confirmar la altura del gigante que me roba la luz, pero es muy posible que no llegue a ser tan alto como los árboles de tierras lejanas de Canadá. A los 70 metros no llega, ya le gustaría, ya.
No sé de botánica, pero de geografía, algo sí, porque me interesé aquel mes de julio, cuando llegaron las oropéndolas buscando agua fresca del riachuelo, que por cierto estaba bien seco. Por eso marcharon rápido; una lástima, parecían simpáticas. Me contaron en su breve parada que venían de regiones lejanas cruzando mares, montañas, campos, ciudades y bosques como el nuestro. Pero hasta dentro de un año no acudirán, si es que regresan a este rincón con escasez de agua en los meses estivales.
Recuerdo que todo empezó una tarde de otoño, ya a la caída del sol, temprano. Los chismes siempre llegan raudos al bosque y más cuando no sopla el viento. Sí que había una leve brisa aquel día por el cambio de tiempo, pero entrecortada. Gracias a eso se escuchaba el cuchicheo de las rocas. Siempre han sido muy chismosas y todo lo transmiten. El musgo sabía, por parientes lejanos, que un huésped se acercaba con las lluvias. Se lo estaba contando el liquen y mientras, puso la oreja la roca, que para eso sirve bien de base al tapiz que forma el musgo.
Faltaba el mirlo. Ese maldito pájaro que semeja ser cuervo para meter miedo a los más pequeños de su especie y así evitar que anden en su territorio. Ambicioso el animal que no se conforma con poca parcela. Aquella tarde de otoño andaba a saltitos por el sendero que va del pino a los torviscos. Iba piando como una cotorra, que había visto una ardilla en la rama más alta del pino. Así distraía al gigante para que no estuviera al tanto de la conspiración que iba creciendo a su alrededor.
El mirlo se acercó con cuidado hacia el senderito cubierto de torviscos y helechos para contarles que el fin del pino estaba cerca. Una gran amenaza se acercaba y mataría al titán. Venían lluvias torrenciales y con el agua crecería un gran hongo en la superficie del pino, a ras de las acículas caídas. Su peor enemigo, aparte de la procesionaria, o incluso peor. El hongo pudre la madera y el pino en poco tiempo cae. Todos, sorprendidos con los conocimientos del tordo que, tal vez lo dedujo de escuchar un poco a los líquenes y otro poco de invención, mantuvieron un silencio lleno de conspiración durante unos días a la espera de la lluvia que no llegaba. Rezaban para que ocurriese. Por fin, toda la luz sería para los pequeños arbustos, los insectos, los pájaros...
El gigante, lo que tenía de grande, lo tenía también de ingenuo y no percibía nada raro a su alrededor. Solo intuía que llegaba la lluvia e imaginaba el aroma a pino y resina que dejaba cuando cesaba el agua y venía el viento. Aromatizaba todo el bosque. A todo esto llegó una gran aliada de la lluvia y el frío otoñal, que pocas veces se deja ver. Y con su sabiduría y movimiento enlentecido se hizo escuchar a ras del manto de hojas. Dijo que era más vieja que nadie en ese bosque y que sabía más el diablo por viejo que por diablo. Así que, enfadada la salamandra, nos dio una lección a todos los conspiradores alarmando de lo peligroso que sería que el pino muriera por aquel hongo apocalíptico que esperaban como agua de mayo. Quiso hacernos ver que el pino era el cobijo de todos nosotros. Con sus ramas, resina y madera, el árbol aportaba el sustento del bosque abrigando a cada especie que formaba parte del hábitat. Incluso la luz directa podría convertirse en el enemigo perfecto para las especies que vivían en las faldas del pino.
Arrepentido de mis pensamientos, como helecho que soy, rezo para que no aparezca nunca el hongo letal con la lluvia. Nunca más he vuelto a escuchar los rumores del mirlo y los torviscos. Agradezco desde ahora el rayo de luz en cada mañana, aunque cese.
Historia de la naturaleza que participó en el concurso convocado por Zendalibros con motivo del 3 de Marzo de 2024, Día Mundial de la Naturaleza.
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