Blogia
Relatos olvidados en el metaverso

Aventuras al viento

Aventuras al viento

Cuatro páginas de un libro vuelan por una urbe, que antes fue por campo y antes por urbe y antes fue un libro de un pueblo. De la calle de un pueblo, en un lugar remoto y olvidado, donde hay una biblioteca municipal a la que acuden Andrea y su hermana. Luego está Pedro, el hermano de Andrea y su hermana, pero el muchacho no lee porque prefiere jugar al fútbol. Ellas lo agradecen, porque el tío Juan le compró un libro al niño y no a las hermanas, cosas de los años 60, a ellas un par de muñecas de comunión les tendrían que encantar, según tío Juan. No importa, el que vive leyendo sigue viviendo entre libros. Y eso hacen las hermanas. Hubo un pequeño problema que debo matizar, el libro fue destrozado por Pedro, no quería un libro sino un balón. Por fuera era de cuero, pero por dentro de papel, y no de aire ni daba vueltas, aunque se volara igual con el viento. Eso pasó un día. Andrea y su hermana, perdón, la hermana de Andrea es Martina, leyeron el libro de Pedro del derecho y del revés una vez más. Aunque estuviera ya desahuciado, después del encontronazo con el quicio de una puerta y una estantería, el somier de la cama y el choque con el balón de Pedro, conservaba casi todas las páginas, excepto cuatro centrales que se habían deshilachado por los golpes. No importaba, Andrea y Martina se lo sabían de memoria. A esas páginas queríamos llegar, son las protagonistas de nuestro cuento. Polvorientas ahora, antes húmedas. Estuvieron por la ribera del río, más bien arroyo. El lodo hizo de ellas aparentar salir de una aventura de indios con cara pintada de rojo. Y después, con el bucle del viento, fueron envueltas en un huracán, llegando a las lindes de los campos arados. Allí, en una piedra de granito que hacía de banco, sentadas estaban Luisa y una amiga. Loli se llama la amiga de Luisa, que al sacar la merienda del zurrón, entre risas, encuentra allí nuestras cuatro páginas polvorientas. En principio Loli iba a arrugarlas y tirarlas, pero Luisa se las quitó de las manos. Decía la muchacha que le llama la atención el color del papel que viraba ora a rojo ora a beige, dependiendo de la doblez que le dio Loli. Al abrir las hojas, cuál fue su sorpresa, que encontró letras, frases, párrafos y casi hasta un capítulo entero comprendido en cuatro páginas de un supuesto libro. Sobre todo lo que llamó su atención, que mostró rápidamente a su amiga, fue una ilustración de un pez grande y con dientes que le recordaba a una piraña que había visto hace tiempo con su tío en el museo al visitar la capital. Se encontraba disecada la criatura en una vitrina, pero no por ello aparentaba ser menos feroz. Incluso años después, Luisa sigue recordando las pesadillas que tuvo aquel verano con semejante bicharraco. Pero aquel animal parecía un monstruo, de tamaño descomunal. Y entonces Loli le arrebató de las manos las páginas a Luisa y se puso a deletrear el nombre del espécimen: la equis, la i, la pe, la hache, la o, la ene, la a, la c, la de, la i, la s. Y esto es lo que dijo correctamente a la quinta vez que deletreó semejante palabra. Mientras, Luisa no paraba de reír, lo que retrasaba a Loli una y otra vez en su dicción desacertada. Al final, con enfado y obstinación logró decir de carrerilla todas y cada una de las letras hasta que, al fin, pronunció la palabra completa: xiphonactis. Al final, triunfante, Loli, se puso a danzar loca de contenta olvidando en el suelo las páginas, mientras Luisa seguía riendo. Y con el viento de nuevo a sus espaldas, se volaron las páginas otra vez. Tras recobrar la compostura de tanta jarana como armaron, pudieron apreciar la ausencia de las páginas rojizas y arrugadas, ya que estaban bien lejos, en la linde del campo. Se cruzaron al barbecho de enfrente de la linde de los campos arados. Y siguieron su aventura particular, las páginas que en su contenido volcaban aventuras y desdichas de los personajes, como en un cuento dentro de otro cuento andaban ellas ahora, de lleno, en su propia aventura. Y todo por un niño maleducado, agreste, que no quiso leer, no podían reposar tranquilas junto a las demás páginas, en lo alto de una estantería de roble, de fresno, de pino o incluso en un cajón olvidado, dentro del libro siempre estarían mejor. Y cruzando el barbecho, ya muy dispuestas las cuatro, en un puño giraban y giraban por el terreno baldío, hasta chocarse con un cardo. Una pena, fue tan fuerte el impact,o que aparte de sus tonos rojizos de los barros incrustados, junto a lo deshilachadas que ya iban previamente, se unieron más desastres en su estética. Ahora fueron desgarros por los pinchos de los cardos. Pero, al menos, sirvieron de freno a la vorágine que les esperaba en aquel espacio sin barreras. Y allí quedaron atrapadas, por lo menos, por unas cuantas horas. De pronto, otra racha de aire fuerte las llevó a la deriva. Las páginas deshilachadas, dobladas, rojizas y desgarradas, estuvieron casi al punto de cobrar vida. Así podrían manifestar el grito ahogado que llevaban entre sus letras desde el inicio de la aventura. Pero su gozo en un pozo, porque no pudieron más que dejarse rodar hasta quedarse enganchadas en un posible monstruo que no supieron catalogar. Podría describirse como un ser robusto, de más de un metro, con ramas pegajosas entre las que quedaron atrapadas y no solo ellas, que allí cohabitaban otros papeles de algún periódico. Y espera que se atisba un supuesto papel de plata de alguna merienda con chocolatinas. Aquello era un cajón de sastre, un caos. Y rodaban y rodaban, que por eso la llamaban rodamundos. Pero en estas tierras, con el tiempo supieron que aquí era nombrada capitana la tal bicha. Y llegaron al otro lado del barbecho, a un camino de cantos pequeños en el que iban motorizados un padre y una hija en un pequeño tractor. Enganchada la capitana con las páginas y el periódico y el papel de la chocolatina en una rueda del tractor, sorprendió a ambos que iban atentos a lo que rodaba ante sus ojos por el viento que soplaba. Bajó la niña a buen paso para recoger las hojas y retirar el arbusto rodante, que en otros lugares descubrieron las páginas, que también la llamaban marquesa y ese apodo, sí que no lo llegaron a entender nunca nuestras hojas. La muchacha empezó a mirar las páginas, llenas de rasguños y de barro, pero nada usuales por aquellos lares. El periódico era un tal heraldo de la capital, ya conocido por ambos. Y el papel plata no le interesaba en absoluto, allí mismo lo iba a tirar y al regañarle su padre lo guardó en una bolsa junto al periódico para tirarlo después en el pueblo. La niña, que se llama Sofía, se dio cuenta de que eran páginas de un libro cuyo título se encontraba a pie de nota y leyó en voz alta: Viaje al centro de la tierra de Julio Verne. Su padre se sonrió y entonces, le contó que de pequeño lo leyó en el colegio, al prometerles los maestros a la cuadrilla, que ese verano verían una película en el pueblo. Recuerda que deseaban verla todos los muchachos porque salía un héroe de los de antes, James Manson, que ya interpretaba al capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino, basada en otra novela de Julio Verne. Entonces el padre, que se llama Alejandro, le habló a Sofía de ambos libros llevados al celuloide. Describió Alejandro con ilusión las aventuras en aquellos inhóspitos parajes y los sucesivos monstruos que salían en los libros y por ende en las películas. Sofía quedó entusiasmada y le dijo a su padre sin más demora, que necesitaba leer esos libros para vivir o soñar con esas aventuras. Entonces el padre le explicó que no eran aventuras para niñas, que mejor leyera novela romántica o libros de cocina, que de esos su madre tenía amontonados unos cuantos. De nuevo los años 60 hicieron su aparición. Pero la muchacha, puso mohín y quedo callada un rato largo mientras su padre seguía por la linde del campo avanzando con el tractor. Después de reflexionar, se puso erguida y le dijo a su padre muy seria ella, que las aventuras no tienen nombre de nadie y que deben ser vividas por aquella persona que realmente goce con entusiasmo, con ilusión. Entonces Alejandro, paró el tractor y la miró de frente. Bien serio le dijo a Sofía que le perdonara tal aseveración y que desde ese momento su hija leería todo aquello que quisiera. Con una sola condición, que estuviera en consonancia con la edad, no fuera que le cayera a él alguna perorata de su señora esposa. Le dio un fuerte abrazo a su padre, con las cuatro páginas de Verne todavía en la mano. Entonces su padre le dijo: mete en la bolsa también las cuatro páginas andrajosas que te compraré todos los libros de Julio Verne bien nuevos y relucientes. La muchacha se agachó e hizo ademán de echar los papeles junto al periódico y al papel plata. Se conoce que a la vez el padre arrancó el motor del tractor y entonces, llenas de vida, las páginas, embarradas, arrugadas, rasgadas, pegajosas e incluso, porque son papeles que me atrevería a decir doloridas, después de tanto sufrir en piña, se volaron con otra racha, ahora ya de su amigo el viento. Sofía y su padre sonrieron y entendieron que aquellas páginas llenas de vida seguirían buscando más aventuras en plena libertad.

 

YRB©



0 comentarios