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Relatos olvidados en el metaverso

Trapista a la vista

Trapista a la vista

 

 

 

“La mejor cerveza está donde van a beber los monjes.

– Shakespeare

 

 

Un mal día lo tiene cualquiera, dicen las malas lenguas para consolar. Luego nos premiamos con pequeños detalles. Y eso es lo que me voy a aplicar yo ahora tras discutir con mi chica. Un fin de semana desperdiciado comiendo con mis cuñados es la premisa del enfado. A quién no le pasaría. Así que lo tengo decidido, voy al supermercado a comprar cerveza. Sí ya lo sé, ahora os ponéis a pensar en la simpleza del género masculino porque somos felices con una cerveza, pero como dijo alguien, se necesita inteligencia para poder disfrutarla. Y no será una cerveza sin alcohol ni marca blanca, no. Que por otro lado te hacen un apaño para hidratarte a parte del agua. Sí aquí saldrán detractores también y todo hay que decirlo, ese bien universal y tan escaso últimamente, que al final ni fabricar cerveza se podrá si no hay agua. Pero necesito gratificarme con algo más culto. Inicialmente pensé en una IPA, qué buenas cervezas se han puesto de moda, con esos lúpulos aromáticos llenos de psicodelia. Pero reconozco que tengo que hacer un ejercicio de introspección y para ello necesito cultura en mi cuerpo. Embeberme de esos alcoholes vívidos de tiempos pasados con siglos por bandera. Una cerveza negra, eso sí que es un manjar. Así que sin más dilación me acerco a las estanterías de las cervezas, que esta vez no las han cambiado de sitio, esto de jugar con los sentimientos del comprador genera una ansiedad espantosa. Ya veo desde lejos la inconfundible Guiness. Mi cerebro va paladeando su espuma. En cero coma en la cesta y a la caja. Pero, de pronto se me acerca alguien al que inicialmente no presto mucha atención, sólo cuando me lo encuentro encima, sin respeto de distancia alguna, hace zas y aparece a mi lado. Un tipo sonriente, portando un túnica blanca y cinturón marrón a modo de monje. Entiendo que es un comercial contratado por el supermercado, más que nada para no salir corriendo, porque es un poco espeluznante. Porta una botella, que será la cerveza que quiere endosarme.

 

— Perdone usted que le aborde caballero, pero le comento que aunque ha elegido una buena cerveza, es demasiado moderna si la compara con la Brasserie de Rocherfot, de la Abadía de Rocherfort, sita en Rocherfot, Bélgica — me soltó aquel tipo sin dilación tal perorata, no me dejó ni respirar. Y más, con tanto roquefor sólo pensé en el olor del queso.

 

 

 —¿Como el queso roquefor?— le pregunté un poco por curiosidad y otro poco con cierta ironía. Mientras, me hacía el despistado atisbando cervezas variadas en la parte superior de la estantería de cervezas artesanales.

 

— Sin duda alguna, usted se refiere a la región de Francia de Roquefort. A ése país vecino la orden trapense le debe mucho. Pero su queso no tiene nada que ver con la Abadía de Rocherfort, sita en Rochefort, Bélgica—dijo el monje pacientemente con su sonrisa perpetua en el rostro.

 

La verdad es que lo pienso y siempre se me pegan todos los enfermos. Incluso me parecía un poco psicópata con tanta reiteración. Estuve por buscar en Internet dónde carajos está la tal abadía, pero no tenía ni idea de cómo se escribe y no pensaba preguntárselo a ése excéntrico.

 

El tipo se sacó de la manga una jarra de porcelana, de ésas antiguas, y me dio a beber su cerveza casi con genuflexión, así que no tuve más opción que aceptarla. Y voilà, descubrí el maná. Ahora fui yo el que empezó a sonreír patéticamente tras probar aquel elixir. Tenía bastante alcohol , creo que nunca había probado una cerveza trapense, pero a partir de ahora serían mis preferidas.

 

 —Si se fija bien, al paladear, puede usted apreciar los matices del lúpulo y azúcar de candi. Lástima que antes se hiciera el uso de flores de lúpulo que ya no es tal, pero ésta Rochefort 10 que usted prueba, es una de las tres cervezas trapistas que elaboran actualmente los monjes de la Abadía de Rocherfort... —Sí cansino, en la Abadía de Rochefort, sita en Rocherfort, en Bélgica, que ya me enteré. Aunque esta vez se lo perdoné, ya sólo estaba pendiente del precio y a la cesta, que me iba a dar un festín erudito a la salud de mis cuñados.

 

 —¡Está buenísima!—dije de forma sucinta. Crítico de cervezas no soy, hasta mi padre haría un comentario mejor. —Aunque el precio es algo elevado, pero claro con el azúcar de candi lo vale.—Hablaba por hablar para dármelas, a mí, dicho azúcar me recordaba al candy crush.

 

Entonces fue cuando se me acercó al oído para susurrarme algo que en principio debería gritar a los cuatro vientos. Me confesó que había una oferta si comprabas seis botellas y la cerveza te salía a 2,43€. Un chollo que debía aprovechar. No sólo me salía de allí con una buena cerveza, si no que además en oferta y con un conocimiento de tal descubrimiento que hasta no me importaba cenar con la familia para echárselo en cara. Cogí las seis cervezas y esta vez a la cesta y para casa. Saludé al monje y le di las gracias por tal revelación.

 

—Hasta más ver, caballero. En breve marcharé también para retirarme al oficio divino— dijo el monje con su sonrisa bonachona. La verdad que cada vez eran mejores los comerciales, deberían felicitar al tipo que los contrata.

 

Al llegar a la caja y revisar el ticket tras cobrarme, aprecio que el coste de la cerveza era muy superior a lo que me dijo el monje y así lo referí a la cajera con ademán de pocos amigos. Parca en palabras, hizo una llamada y acudió una señorita en patines, que no era precisamente Yo, Tonya. Y fue rápidamente a comprobar a pie de estantería lo que le trasmitió la cajera según se lo dije yo. Al regresar, me comentó que el precio era el que marcaba la caja, que no había más. Entonces con cierto enfado ya, le comenté que para qué contratan comerciales vestidos de monje si luego no aplican las campañas que ofrecen, que era un abuso por su parte con respecto al consumidor desvalido. Claro que la cajera y la Tonya se miraron y me dijeron al unísono, que no había ningún comercial contratado de monje, que no tenían campañas abiertas todavía.

 

Empezaba a caminar para marcharme de allí, cuando la cajera, al verme tan sorprendido, aunque en gran medida asustado, me ofreció devolverme el dinero. Y entonces reaccioné y le dije que no, que es la mejor cerveza del mundo y que voy a saborearla pensando en los monjes de La Abadía de Rocherfot, Bélgica.

  

—Lo que se inventa la gente con tal de obtener una oferta— La cajera le dijo a la Tonya, entre risitas.

 

En ese momento alguien dio una palmadita a la patinadora por detrás, se giró y allí estaba mi amigo el monje. Preguntaba por los servicios y de paso se despidió de mí con saludo casi papal. Muertas se quedaron éstas dos panolis, fue visto y no visto, una exhalación de otro tiempo.

 

¡Mis cuñados van a alucinar!

 

 

 

 

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