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Relatos olvidados en el metaverso

El bloque de enfrente

El bloque de enfrente

 

 

 

 

Se llama Elisa, lo supe por el portero del edificio. Estos bloques son antiguos y al final todo se sabe. Se había montado tal jaleo aquel día, que era inevitable enterarse de lo sucedido al paso por la portería, cuando me disponía a hacer unos recados. Llevaba cierta prisa, pero me podía más la curiosidad, cuando vi que el portero del bloque de enfrente estaba en la entrada del portal de nuestro bloque, hablando con nuestro portero. Más bien gritaba a los cuatro vientos, de forma indiscreta, lo ocurrido en su lugar de trabajo la noche del 15 de abril, semanas antes.

 

Cuando compras un telescopio barato, suele pasar, que al final es inevitable utilizarlo para lo que no se debe. Aunque en realidad no fue intencionado, una llamada telefónica inoportuna dio el giro inesperado que precipitó mi vida hacia un terreno pantanoso. Estaba regulando el trípode de mi telescopio infantil, eso comentó mi compañero de la redacción cuando lo vio en la oficina tras recibir el paquete. Me dijo «que sepas que te han tomado el pelo o te consideran un inmaduro, pero ese telescopio, es para descubrir por primera vez los planetas, en la medida de lo posible. También puede contribuir a la iniciación de tu propia sexualidad en plena pubertad, viendo la bonita lencería de la vecina de enfrente». Pues bien, era mi telescopio y soy un principiante, así que era el indicado para mí.

 

Retomando la escena, debió ser que no supe ajustar el trípode y el telescopio no apuntaba a la dirección de Marte, sino que inclinó su lente al moverse el tubo lentamente. Pero no me di cuenta, porque andaba despistado dejando el teléfono en la mesa. Con llamada inoportuna, me refiero a un teleoperador intentando venderte seguros. Al colocarme para ver el planeta rojo, me encontré mirando una ventana del bloque de enfrente. Y ya no pude apartar la mirada hasta el fatídico desenlace. 

 

Aquella mujer, con un amplio camisón de topos con fondo blanco y puntillas en el cuello y puños, era toda una revelación para mí. Su cabello se sujetaba en un moño alto con una cinta negra que se intuía de raso, por el brillo que desprendía. Sus mejillas eran sonrosadas, nariz chata y barbilla prominente. Podía observar la obesidad mórbida que sufría, por el volumen que se visualizaba sin problema. Se sumaban también los movimientos lentos. Apreciaba como tenía que pedir permiso a un pie para mover el otro. Hacía uso de un andador, ya que en algún momento se alejaba de la ventana hacia la puerta, revelándose más escenario. Se pasaba el rato hablando y hablando por los codos. Me podía hacer una idea por todo lo que gesticulaba a lo largo del día. Al principio creí que había un interlocutor cercano, con la esperanza de que se asomara por esa ventana o la de al lado, que era realmente mi campo visual; ya que las otras dos ventanas que se intuían eran del mismo piso, siempre estuvieron cerradas y con las persianas bajadas. Pero los únicos seres animados que pude ver por esas ventanas, de persianas subidas durante las 24 horas, eran un par de gatos; uno blanco y otro negro, hembras o machos, eso no lo sabría nunca. Me di cuenta de que no era a los gatos a los que gritaba, porque la mayoría de las veces, y no sé qué habrán dicho sus vecinos al respecto, vociferaba de forma exagerada y después tosía como enferma bronquítica, acompañada de su bala de oxígeno en todo momento. Bebía para aclarar la voz. Después de recuperar el aliento, continuaba gritando.

 

Soy un periodista mediocre que cada viernes tiene que escribir un cuento en un blog de un periódico mediocre. Y entonces esa mujer, ahora sé que se llama Elisa, fue mi inspiración. No era la Beatriz de Dante, pero me acostumbré a su permanencia en aquella ventana, para así poder echar a rodar páginas y más páginas que hablaban, ante todo, de la soledad. Nunca intenté enfocar el telescopio hacia otras viviendas, por serendipia, había encontrado un filón para mi estabilidad laboral. Empecé tímidamente a escribir sobre su camisón y sus andares. Imaginando que había un hombre gruñón sentado en un sofá orejero, frente a un televisor, exigiendo a Elisa que le cocinara, le planchara y le afeitara entre tantos mil cuidados más. Y ella, con un discurso permanente a pesar de gritarle, hacía todo lo que le pedía, pero no desde un prisma de sumisión. Era puro reproche nuestra Elisa. En los relatos la llamé La Antonia, era más cómico. Hasta me inventé recetas de La Antonia, y las series que veía en la tele. Incluso los programas de radio que escuchaba. Me llamaron de la redacción del periódico, justo un viernes que no escribí sobre La Antonia. Aquella semana decidí desengancharme de sus historias, y traté de hablar sobre la subida de precios en alimentos de primera necesidad. Ante todo soy un periodista y quería demostrarlo con temáticas de actualidad. Una hecatombe lie. Los usuarios empezaron a comentar en plan trolls y mi jefe me dio un tirón de orejas virtual. Así que tuve que seguir con el personaje. Para aliviar la ira del público, decidí inventar una historieta erótica de La Antonia. Me inspiró un día que se mudó de camisón. Lavó el de topos, que debió ir solo a la lavadora, en caso de que la hubiera. Se colocó uno rojo, algo subido de tono, aumentaba el fervor de sus mejillas. Incluso podría asegurar que se había animado y su gesto de reproche hacia el marido, al que nunca puse nombre, era más dulce e incluso sensual. Como era presumible tuvo un gran éxito, se entiende el relato, dentro de los seguidores del periódico.

 

Los relatos no tenían título, solo números correlativos. Del uno al 48, fatídico 48. Quise acabar con La Antonia de una vez por todas y qué mejor manera que hacer desaparecer el personaje. Nunca quise que desapareciera Elisa, por supuesto. La ocurrencia surgió de una noticia que leí en un periódico de Rumanía. Un hombre, tras esconderle su mujer el tabaco, decidió meterla en un habitáculo de madera similar a un ataúd. El muy bruto lo hizo con ella viva, para que escarmentara y así confesara dónde había escondido el dichoso tabaco. El hombre era carpintero y el enunciado de la noticia decía «48 clavos necesitó el carpintero». También era fino el que había escrito el artículo, parece que no era necesario hacer referencia a la violencia de género, lo interesante era el material empleado por todo un profesional. Así que me dispuse a escribir un cuento basándome en tal artículo rumano. Hasta me regodeé con todo tipo de detalles para describir los clavos. Me decanté por los clavos de acero, endurecidos en baño de sal, y de cabeza plana, que son los que usan los carpinteros; los carpinteros asesinos también. El señor se desesperó por los gritos de su esposa. Al parecer, las amenazas por su parte no fueron pocas. A pesar de todos los insultos rumanos que constaban en su vocabulario, nunca le dijo dónde se encontraba el tabaco. Al escuchar los vecinos las voces de la mujer, acudieron ante tal algarabía y en ese mismo momento, el hombre desapareció. Se fugó por miedo o prudencia y nunca más se supo su paradero.

 

Fue así, como finalicé la colección de los viernes de mi querida Antonia, en el blog del periódico. Decidí que mi carrera como astrónomo no era próspera y vendí el telescopio infantil al hijo del taxista, que vive en el primero. Realmente le hacía más ilusión al padre que al hijo, pero todo fuera porque el día de mañana el muchacho despertara su pubertad como apuntaba mi compañero. Eso sí, observando a alguien que no fuera La Antonia, una mujer más lozana. Por mi parte, ni vi lozana alguna, ni Marte. Nadie reclamó nuevas entregas de La Antonia y yo me liberé para realizar otros trabajos en la redacción. Si bien me quedé satisfecho, al no poder visualizar con mis gafas de miope nunca más a La Antonia, tras haber vendido el telescopio, desconecté de aquella historia que no echaba para nada de menos; a pesar de estar varios meses pendiente de aquella ventana, es curioso cómo quise borrar todo aquello y que poco me duró la necesidad de amnesia.

 

El 15 de abril, como bien narraba el portero del bloque de enfrente en nuestro portal, hace unas semanas, tuvo que llamar a los bomberos porque la mujer de la planta 48, puerta 24,que vivía sola, había intentado tirarse por la ventana. Ella era la tal Elisa, que con su forma física, se quedó atascada en la ventana. Ni caía al vacío ni entraba a su casa. No se sabe cuánto tiempo estaría con el culo en pompa que gritó tanto, pero mucho más de lo que ya lo hacía habitualmente, que los vecinos se alarmaron. Entonces fue cuando dieron el aviso al portero, e inmediatamente llamó a los bomberos. Grandes profesionales, con una grúa pudieron empujar desde el exterior, solo de imaginar la altura ya me da vértigo, hasta conseguir que la mujer retornara a su cocina. Después, para el traslado posterior a urgencias, la tuvieron que bajar por las escaleras, 48 pisos, haciendo descansos cada 5 plantas para poder asistirla; más por los nervios que por otra incidencia, pero acompañada en todo momento con su fiel amiga la bala de oxígeno conectada a una mascarilla. Y al cabo de las horas, lograron sacarla del edificio.

 

En el hospital sigue recuperándose Elisa hoy en día, voy todos los viernes. Ayer mismo me enteré de que los gatos están en un centro de acogida y fui a adoptarlos. Se llamaban Manolito y Margarita, por fin supe que eran macho y hermbra. Decidí que Yin y Yang era más cómodo. Elisa no creo que salga de inmediato del centro y aparte, es alérgica a los animales, los médicos le han prohibido terminantemente la compañía de animales domésticos. Con respecto a mí, no dijeron nada.

 

Vivo entre una mezcla de culpabilidad y nostalgia, por haber querido cargarme a La Antonia. La señora rumana no falleció y Elisa tampoco, pero mi Antonia sí y me sentí hundido al saber lo sucedido aquella noche. Días después de haber finalizado la colección, en el periódico del personaje inspirado en aquella amable señora, llamada Elisa, seguía sin saber que mi vida seguía dando un giro espectacular. Si bien es cierto, que nunca le comenté nada sobre el telescopio ni el periódico. Y nunca lo haré.

 

YRB©

 

(Relato presentado a concurso de Editorial Exlibric, Reto 48)

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