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Relatos olvidados en el metaverso

CÁPSULA DEL TIEMPO

CÁPSULA DEL TIEMPO

 

 

 

 

 

 

 

Hay cápsulas del tiempo que no tienen fecha de apertura. Otras la tienen y hasta entonces la gente vive sin más, incluso tal vez después de abrirlas también. Y otras cápsulas no pretenden ni serlo. Un buen día, se encuentra de casualidad una caja roja y resulta ser un tornado de recuerdos. Una tarde, tras llegar al pueblo en verano, después de un año cerrada, hubo que ventilar la casa. Una vivienda de más allá de mil novecientos, con muros de un metro y sobre todo con cámara en la parte superior. Allí subí, para orear la parte de arriba y comprobar la ausencia de okupas no deseados, poniendo mi atención en los cepos. Iba con un ojo cerrado, por la creencia de que así no me encontraría ratón alguno atrapado. Hubo suerte. Llegué al espacio más reducido, totalmente abuhardillado, para abrir un ventanuco. Cuál fue mi sorpresa, que al mirar al lado, me tropecé con una caja de madera, pintada en rojo inglés y rectangular. No era pequeña, bien podía contener un arma, trapos o papeles. También podrían ser ratones, pero entorné ambos ojos y hubo suerte doble, no había roedores. Eran papeles que parecían documentos. También postales, invitaciones de eventos y muchos recordatorios de defunción, eso por desgracia era lo más abundante. Entre las postales, reconocí lugares de vacaciones y la letra de mis primos, mostrando afecto a mi abuela. Era interesante observar como evolucionaba su rúbrica según pasaban veranos y se hacían mayores.

 

Llamó mi atención las invitaciones a bodas. Eran muy austeras y disciplinadas, con alusiones religiosas como era debido. Encontré alguna que reconocí y se la di a mi primo, el hijo de los que contraían matrimonio en aquella invitación. Su sorpresa fue increíble, sonrió y me dio las gracias, pero casi sin palabras por la emoción. Dijo que lo iba a enmarcar. Se marchó agarrando la cartulina como si fuera de cristal.

 

Después acudieron otras primas a saludar y les di la analítica de sangre de su madre de mil novecientos cincuenta y algo, y las recomendaciones en cuidados ulteriores del médico. Cuando vi a mi tía, me di cuenta de que llevaba el papel en el bolsillo y recordaba todo como si fuera hoy. 

 

También encontré en la caja, el retrato de un primo en el servicio militar, impoluto y guapo. Casualmente, vino su mujer a saludar a mis padres y le pregunté si no tenía una foto de su marido vestido de militar. Se sorprendió muchísimo porque ella ni sabía de la existencia de dicho retrato. Me daba la impresión que iba repartiendo ilusión mezclada con nostalgia a diestro y siniestro. Cuando le di la foto, la mujer me dio encarecidamente las gracias abrazándome, toda entusiasmada me dijo, que ella quería a ese hombre como estaba en el retrato, claro era joven y apuesto. Se me acercó al oído y me susurró que esa noche dormiría entre el retrato y su marido, imagino que sin que éste último lo supiera.

 

Postales de mis tías a mi abuela deseando feliz día de la madre, no la llamaban mamá, sino madre, con gráficos y frases curiosas, contemporáneas para entonces. Me trasladé en el tiempo por horas y me sumergí en documentos más antiguos. Lo compartí con la familia y tuvimos unas horas muy gratas. Mi padre nos contaba las batallitas que recordaba, porque como a cualquier persona mayor, le funciona mejor la memoria a largo plazo.

 

La cápsula del tiempo pertenecía a mi abuela, madre de mi padre, de quien era la casa en su tiempo. La heredó de su padre, mi bisabuelo, y el abuelo de mi padre, que parece nunca ejerció como tal, aunque antes no se estilaba demasiado. Mi bisabuelo, cuando perdió la cabeza, que no fue a una edad muy avanzada, se subía al monte con la caja atada a la espalda mediante una correa. Allí podía pasar horas y nadie lo echaba en falta. Solo si hubiera tenido alguna ocurrencia de las suyas, seguro que se habrían enterado. Entonces, pude observar a mi padre contando con todo tipo de detalles las vicisitudes a las que fueron sometidas mi abuela y su madre. Después de adoptar los adjetivos de huérfana y viuda respectivamente, a los ocho años regresa al pueblo un señor que ni reconocían. Mi bisabuelo marchó a la guerra de Cuba, lo más probable fuera a la Guerra de Independencia cubana, cotejando fechas. La cuestión es aprender a hacer un duelo a un desaparecido, con ese dolor suspendido. Y cuando no se tiene esperanza alguna, aparezca como un fantasma ebrio, sea dicho de paso, un señor bastante desconocido para ellas que parece ser padre y marido. Creyeron que había muerto en la guerra, nadie tenía noticias de él. Y en qué momento volvió a desordenar sus vidas. Se jugaba a las cartas, bien borracho, los terrenos que poseían y ellas tenía que ir pagando las deudas. No es algo que haya descubierto este verano por boca de mi padre. Mi abuela me lo contó hasta la saciedad cuando era pequeña, adolescente y casi adulta. Ella no tuvo una infancia feliz, se le obligó a madurar pronto y se casó con alguien que pudiera afrontar las deudas de su padre, mi abuelo, del que las gentes dijeron siempre que era un buen hombre. Allí nos quedamos hasta altas horas de la noche leyendo las escrituras de aquella casa de antes de mil novecientos. También un listado de bienes aportados por los cónyuges al matrimonio. No tenía ni idea que esto se hiciera en aquella época. Se enumeraban objetos básicos como una cuchara, un traje de pana o unas sayas, y hasta un macho mular que costaba la mitad de una casa. Y pequeños terrenos, pero numerosos. A la vuelta de varias hojas y tras la suma, venían las deudas y como menguaban sus números, aunque nunca llegaron a estar en números rojos. Como la caja roja, que con el paso del descubrimiento de la cápsula, más bien parecía la de Pandora a ratos.

 

Aunque hubo bonitos recuerdos sentenciados al silencio y por fin vieron la luz, es cierto que tuve sensaciones extrañas aquellos días. Al desplazarme por los ambientes del hogar me sentía acompañada de un olor putrefacto. Un ejército de moscas verdes acudieron varias veces de la nada. Y en un momento determinado, a medianoche, una ráfaga de aire cruzó la casa y nunca más se vieron aquellos bichos alados. Decidí seguir repartiendo recuerdos durante el verano que evocaban, sobre todo, alegría.

 

YRB©

Renovarse o morir

Renovarse o morir

Fue el eslogan de una importante empresa de papel higiénico, allá por el 2083 “Renovarse o morir” Se anunciaba en todas las redes. De manera inminente desaparecerían los rollos de dos, tres y hasta 10 capas, que llegaron a tener a principios del 2040; sin poder superar ni una capa más, por un problema logístico en el uso. El papel holográfico sería la estrella a partir de entonces. Aunque nadie veía el sentido, todo el mundo sabía que tarde o temprano sucedería. La materia siempre, desde Einstein, se transformaba, así que había que adaptarse a los nuevos tiempos. Sin embargo, hay una condición que acompaña al humano, la nostalgia. Como en tiempos de pandemia, hubo grupos de personas que atesoraron cantidades ingentes de rollos. A nivel internacional fueron perseguidos, pero igualmente envidiados y nunca más se supo de ellos. Si has podido llegar hasta aquí, ya sabes en qué lugar de la galaxia nos encontramos, hermano. Todo sea por la celulosa.

YRB©

Participante en concurso de microrelatos organizado por Renova, con motivo de la Feria del Libro de Madrid 2023.



El bloque de enfrente

El bloque de enfrente

 

 

 

 

Se llama Elisa, lo supe por el portero del edificio. Estos bloques son antiguos y al final todo se sabe. Se había montado tal jaleo aquel día, que era inevitable enterarse de lo sucedido al paso por la portería, cuando me disponía a hacer unos recados. Llevaba cierta prisa, pero me podía más la curiosidad, cuando vi que el portero del bloque de enfrente estaba en la entrada del portal de nuestro bloque, hablando con nuestro portero. Más bien gritaba a los cuatro vientos, de forma indiscreta, lo ocurrido en su lugar de trabajo la noche del 15 de abril, semanas antes.

 

Cuando compras un telescopio barato, suele pasar, que al final es inevitable utilizarlo para lo que no se debe. Aunque en realidad no fue intencionado, una llamada telefónica inoportuna dio el giro inesperado que precipitó mi vida hacia un terreno pantanoso. Estaba regulando el trípode de mi telescopio infantil, eso comentó mi compañero de la redacción cuando lo vio en la oficina tras recibir el paquete. Me dijo «que sepas que te han tomado el pelo o te consideran un inmaduro, pero ese telescopio, es para descubrir por primera vez los planetas, en la medida de lo posible. También puede contribuir a la iniciación de tu propia sexualidad en plena pubertad, viendo la bonita lencería de la vecina de enfrente». Pues bien, era mi telescopio y soy un principiante, así que era el indicado para mí.

 

Retomando la escena, debió ser que no supe ajustar el trípode y el telescopio no apuntaba a la dirección de Marte, sino que inclinó su lente al moverse el tubo lentamente. Pero no me di cuenta, porque andaba despistado dejando el teléfono en la mesa. Con llamada inoportuna, me refiero a un teleoperador intentando venderte seguros. Al colocarme para ver el planeta rojo, me encontré mirando una ventana del bloque de enfrente. Y ya no pude apartar la mirada hasta el fatídico desenlace. 

 

Aquella mujer, con un amplio camisón de topos con fondo blanco y puntillas en el cuello y puños, era toda una revelación para mí. Su cabello se sujetaba en un moño alto con una cinta negra que se intuía de raso, por el brillo que desprendía. Sus mejillas eran sonrosadas, nariz chata y barbilla prominente. Podía observar la obesidad mórbida que sufría, por el volumen que se visualizaba sin problema. Se sumaban también los movimientos lentos. Apreciaba como tenía que pedir permiso a un pie para mover el otro. Hacía uso de un andador, ya que en algún momento se alejaba de la ventana hacia la puerta, revelándose más escenario. Se pasaba el rato hablando y hablando por los codos. Me podía hacer una idea por todo lo que gesticulaba a lo largo del día. Al principio creí que había un interlocutor cercano, con la esperanza de que se asomara por esa ventana o la de al lado, que era realmente mi campo visual; ya que las otras dos ventanas que se intuían eran del mismo piso, siempre estuvieron cerradas y con las persianas bajadas. Pero los únicos seres animados que pude ver por esas ventanas, de persianas subidas durante las 24 horas, eran un par de gatos; uno blanco y otro negro, hembras o machos, eso no lo sabría nunca. Me di cuenta de que no era a los gatos a los que gritaba, porque la mayoría de las veces, y no sé qué habrán dicho sus vecinos al respecto, vociferaba de forma exagerada y después tosía como enferma bronquítica, acompañada de su bala de oxígeno en todo momento. Bebía para aclarar la voz. Después de recuperar el aliento, continuaba gritando.

 

Soy un periodista mediocre que cada viernes tiene que escribir un cuento en un blog de un periódico mediocre. Y entonces esa mujer, ahora sé que se llama Elisa, fue mi inspiración. No era la Beatriz de Dante, pero me acostumbré a su permanencia en aquella ventana, para así poder echar a rodar páginas y más páginas que hablaban, ante todo, de la soledad. Nunca intenté enfocar el telescopio hacia otras viviendas, por serendipia, había encontrado un filón para mi estabilidad laboral. Empecé tímidamente a escribir sobre su camisón y sus andares. Imaginando que había un hombre gruñón sentado en un sofá orejero, frente a un televisor, exigiendo a Elisa que le cocinara, le planchara y le afeitara entre tantos mil cuidados más. Y ella, con un discurso permanente a pesar de gritarle, hacía todo lo que le pedía, pero no desde un prisma de sumisión. Era puro reproche nuestra Elisa. En los relatos la llamé La Antonia, era más cómico. Hasta me inventé recetas de La Antonia, y las series que veía en la tele. Incluso los programas de radio que escuchaba. Me llamaron de la redacción del periódico, justo un viernes que no escribí sobre La Antonia. Aquella semana decidí desengancharme de sus historias, y traté de hablar sobre la subida de precios en alimentos de primera necesidad. Ante todo soy un periodista y quería demostrarlo con temáticas de actualidad. Una hecatombe lie. Los usuarios empezaron a comentar en plan trolls y mi jefe me dio un tirón de orejas virtual. Así que tuve que seguir con el personaje. Para aliviar la ira del público, decidí inventar una historieta erótica de La Antonia. Me inspiró un día que se mudó de camisón. Lavó el de topos, que debió ir solo a la lavadora, en caso de que la hubiera. Se colocó uno rojo, algo subido de tono, aumentaba el fervor de sus mejillas. Incluso podría asegurar que se había animado y su gesto de reproche hacia el marido, al que nunca puse nombre, era más dulce e incluso sensual. Como era presumible tuvo un gran éxito, se entiende el relato, dentro de los seguidores del periódico.

 

Los relatos no tenían título, solo números correlativos. Del uno al 48, fatídico 48. Quise acabar con La Antonia de una vez por todas y qué mejor manera que hacer desaparecer el personaje. Nunca quise que desapareciera Elisa, por supuesto. La ocurrencia surgió de una noticia que leí en un periódico de Rumanía. Un hombre, tras esconderle su mujer el tabaco, decidió meterla en un habitáculo de madera similar a un ataúd. El muy bruto lo hizo con ella viva, para que escarmentara y así confesara dónde había escondido el dichoso tabaco. El hombre era carpintero y el enunciado de la noticia decía «48 clavos necesitó el carpintero». También era fino el que había escrito el artículo, parece que no era necesario hacer referencia a la violencia de género, lo interesante era el material empleado por todo un profesional. Así que me dispuse a escribir un cuento basándome en tal artículo rumano. Hasta me regodeé con todo tipo de detalles para describir los clavos. Me decanté por los clavos de acero, endurecidos en baño de sal, y de cabeza plana, que son los que usan los carpinteros; los carpinteros asesinos también. El señor se desesperó por los gritos de su esposa. Al parecer, las amenazas por su parte no fueron pocas. A pesar de todos los insultos rumanos que constaban en su vocabulario, nunca le dijo dónde se encontraba el tabaco. Al escuchar los vecinos las voces de la mujer, acudieron ante tal algarabía y en ese mismo momento, el hombre desapareció. Se fugó por miedo o prudencia y nunca más se supo su paradero.

 

Fue así, como finalicé la colección de los viernes de mi querida Antonia, en el blog del periódico. Decidí que mi carrera como astrónomo no era próspera y vendí el telescopio infantil al hijo del taxista, que vive en el primero. Realmente le hacía más ilusión al padre que al hijo, pero todo fuera porque el día de mañana el muchacho despertara su pubertad como apuntaba mi compañero. Eso sí, observando a alguien que no fuera La Antonia, una mujer más lozana. Por mi parte, ni vi lozana alguna, ni Marte. Nadie reclamó nuevas entregas de La Antonia y yo me liberé para realizar otros trabajos en la redacción. Si bien me quedé satisfecho, al no poder visualizar con mis gafas de miope nunca más a La Antonia, tras haber vendido el telescopio, desconecté de aquella historia que no echaba para nada de menos; a pesar de estar varios meses pendiente de aquella ventana, es curioso cómo quise borrar todo aquello y que poco me duró la necesidad de amnesia.

 

El 15 de abril, como bien narraba el portero del bloque de enfrente en nuestro portal, hace unas semanas, tuvo que llamar a los bomberos porque la mujer de la planta 48, puerta 24,que vivía sola, había intentado tirarse por la ventana. Ella era la tal Elisa, que con su forma física, se quedó atascada en la ventana. Ni caía al vacío ni entraba a su casa. No se sabe cuánto tiempo estaría con el culo en pompa que gritó tanto, pero mucho más de lo que ya lo hacía habitualmente, que los vecinos se alarmaron. Entonces fue cuando dieron el aviso al portero, e inmediatamente llamó a los bomberos. Grandes profesionales, con una grúa pudieron empujar desde el exterior, solo de imaginar la altura ya me da vértigo, hasta conseguir que la mujer retornara a su cocina. Después, para el traslado posterior a urgencias, la tuvieron que bajar por las escaleras, 48 pisos, haciendo descansos cada 5 plantas para poder asistirla; más por los nervios que por otra incidencia, pero acompañada en todo momento con su fiel amiga la bala de oxígeno conectada a una mascarilla. Y al cabo de las horas, lograron sacarla del edificio.

 

En el hospital sigue recuperándose Elisa hoy en día, voy todos los viernes. Ayer mismo me enteré de que los gatos están en un centro de acogida y fui a adoptarlos. Se llamaban Manolito y Margarita, por fin supe que eran macho y hermbra. Decidí que Yin y Yang era más cómodo. Elisa no creo que salga de inmediato del centro y aparte, es alérgica a los animales, los médicos le han prohibido terminantemente la compañía de animales domésticos. Con respecto a mí, no dijeron nada.

 

Vivo entre una mezcla de culpabilidad y nostalgia, por haber querido cargarme a La Antonia. La señora rumana no falleció y Elisa tampoco, pero mi Antonia sí y me sentí hundido al saber lo sucedido aquella noche. Días después de haber finalizado la colección, en el periódico del personaje inspirado en aquella amable señora, llamada Elisa, seguía sin saber que mi vida seguía dando un giro espectacular. Si bien es cierto, que nunca le comenté nada sobre el telescopio ni el periódico. Y nunca lo haré.

 

YRB©

 

(Relato presentado a concurso de Editorial Exlibric, Reto 48)

Y tú ¿Ya tienes tu propia habitación?

Y tú ¿Ya tienes tu propia habitación?

 

No encuentro esas hojas, cariño, no las encuentro. Por más que busqué entre los juguetes del crío, en el cesto de la ropa, debajo de la cama, se esfumaron. Tal vez recuerdes y puedas reescribirlo mi amor, yo te ayudo. Sí, ya sé que tengo que pasarlo a máquina para el viernes y solo quedan cuatro días, que tienes que ir a un congreso el lunes y también al periódico, que esperan impacientes tu artículo sobre la inspiración… Pero a mí la vida no me da y no me cunde. Soy invisible ante el mundo, pero supongo que eso no te interesa. Por las mañanas, casi madrugadas, al mirarme al espejo, para lavarme la cara, veo la huella que me han dejado las preocupaciones que no paran de llegar. Un día tras otro, todos iguales de pesados, de no llegar a la noche, de ir deprisa a todas partes, de no darme la vida para respirar, sin espacio. Un día alguien se fijó en mis poemas, en aquel taller. No sé si tú también lo recuerdas. Con tu dedo índice subiste mi mentón, me miraste a los ojos y dijiste en voz alta, aquí hay un espíritu libre. Yo, enamorada de tus palabras, seguidora de tu legado desde pequeña, me enamoré de mi ídolo o tal vez solo de su creación. Y hasta el día de hoy aquí estamos juntos. Tú con tus palabras, yo con mis quehaceres de criar a un niño y además cocinar, limpiar, lavar y ser tu secretaria. Y alguna que otra vez que tú no llamaste a las musas, o no quisieron venir, también escribo por ti. Sin habitación propia.

#Historiasdemujeres

Concurso literario de Zenda para celebrar el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo del 2023.

#Historiasdemujeres, nuevo concurso de Zenda - Zenda (zendalibros.com)

YRB©

 


Trapista a la vista

Trapista a la vista

 

 

 

“La mejor cerveza está donde van a beber los monjes.

– Shakespeare

 

 

Un mal día lo tiene cualquiera, dicen las malas lenguas para consolar. Luego nos premiamos con pequeños detalles. Y eso es lo que me voy a aplicar yo ahora tras discutir con mi chica. Un fin de semana desperdiciado comiendo con mis cuñados es la premisa del enfado. A quién no le pasaría. Así que lo tengo decidido, voy al supermercado a comprar cerveza. Sí ya lo sé, ahora os ponéis a pensar en la simpleza del género masculino porque somos felices con una cerveza, pero como dijo alguien, se necesita inteligencia para poder disfrutarla. Y no será una cerveza sin alcohol ni marca blanca, no. Que por otro lado te hacen un apaño para hidratarte a parte del agua. Sí aquí saldrán detractores también y todo hay que decirlo, ese bien universal y tan escaso últimamente, que al final ni fabricar cerveza se podrá si no hay agua. Pero necesito gratificarme con algo más culto. Inicialmente pensé en una IPA, qué buenas cervezas se han puesto de moda, con esos lúpulos aromáticos llenos de psicodelia. Pero reconozco que tengo que hacer un ejercicio de introspección y para ello necesito cultura en mi cuerpo. Embeberme de esos alcoholes vívidos de tiempos pasados con siglos por bandera. Una cerveza negra, eso sí que es un manjar. Así que sin más dilación me acerco a las estanterías de las cervezas, que esta vez no las han cambiado de sitio, esto de jugar con los sentimientos del comprador genera una ansiedad espantosa. Ya veo desde lejos la inconfundible Guiness. Mi cerebro va paladeando su espuma. En cero coma en la cesta y a la caja. Pero, de pronto se me acerca alguien al que inicialmente no presto mucha atención, sólo cuando me lo encuentro encima, sin respeto de distancia alguna, hace zas y aparece a mi lado. Un tipo sonriente, portando un túnica blanca y cinturón marrón a modo de monje. Entiendo que es un comercial contratado por el supermercado, más que nada para no salir corriendo, porque es un poco espeluznante. Porta una botella, que será la cerveza que quiere endosarme.

 

— Perdone usted que le aborde caballero, pero le comento que aunque ha elegido una buena cerveza, es demasiado moderna si la compara con la Brasserie de Rocherfot, de la Abadía de Rocherfort, sita en Rocherfot, Bélgica — me soltó aquel tipo sin dilación tal perorata, no me dejó ni respirar. Y más, con tanto roquefor sólo pensé en el olor del queso.

 

 

 —¿Como el queso roquefor?— le pregunté un poco por curiosidad y otro poco con cierta ironía. Mientras, me hacía el despistado atisbando cervezas variadas en la parte superior de la estantería de cervezas artesanales.

 

— Sin duda alguna, usted se refiere a la región de Francia de Roquefort. A ése país vecino la orden trapense le debe mucho. Pero su queso no tiene nada que ver con la Abadía de Rocherfort, sita en Rochefort, Bélgica—dijo el monje pacientemente con su sonrisa perpetua en el rostro.

 

La verdad es que lo pienso y siempre se me pegan todos los enfermos. Incluso me parecía un poco psicópata con tanta reiteración. Estuve por buscar en Internet dónde carajos está la tal abadía, pero no tenía ni idea de cómo se escribe y no pensaba preguntárselo a ése excéntrico.

 

El tipo se sacó de la manga una jarra de porcelana, de ésas antiguas, y me dio a beber su cerveza casi con genuflexión, así que no tuve más opción que aceptarla. Y voilà, descubrí el maná. Ahora fui yo el que empezó a sonreír patéticamente tras probar aquel elixir. Tenía bastante alcohol , creo que nunca había probado una cerveza trapense, pero a partir de ahora serían mis preferidas.

 

 —Si se fija bien, al paladear, puede usted apreciar los matices del lúpulo y azúcar de candi. Lástima que antes se hiciera el uso de flores de lúpulo que ya no es tal, pero ésta Rochefort 10 que usted prueba, es una de las tres cervezas trapistas que elaboran actualmente los monjes de la Abadía de Rocherfort... —Sí cansino, en la Abadía de Rochefort, sita en Rocherfort, en Bélgica, que ya me enteré. Aunque esta vez se lo perdoné, ya sólo estaba pendiente del precio y a la cesta, que me iba a dar un festín erudito a la salud de mis cuñados.

 

 —¡Está buenísima!—dije de forma sucinta. Crítico de cervezas no soy, hasta mi padre haría un comentario mejor. —Aunque el precio es algo elevado, pero claro con el azúcar de candi lo vale.—Hablaba por hablar para dármelas, a mí, dicho azúcar me recordaba al candy crush.

 

Entonces fue cuando se me acercó al oído para susurrarme algo que en principio debería gritar a los cuatro vientos. Me confesó que había una oferta si comprabas seis botellas y la cerveza te salía a 2,43€. Un chollo que debía aprovechar. No sólo me salía de allí con una buena cerveza, si no que además en oferta y con un conocimiento de tal descubrimiento que hasta no me importaba cenar con la familia para echárselo en cara. Cogí las seis cervezas y esta vez a la cesta y para casa. Saludé al monje y le di las gracias por tal revelación.

 

—Hasta más ver, caballero. En breve marcharé también para retirarme al oficio divino— dijo el monje con su sonrisa bonachona. La verdad que cada vez eran mejores los comerciales, deberían felicitar al tipo que los contrata.

 

Al llegar a la caja y revisar el ticket tras cobrarme, aprecio que el coste de la cerveza era muy superior a lo que me dijo el monje y así lo referí a la cajera con ademán de pocos amigos. Parca en palabras, hizo una llamada y acudió una señorita en patines, que no era precisamente Yo, Tonya. Y fue rápidamente a comprobar a pie de estantería lo que le trasmitió la cajera según se lo dije yo. Al regresar, me comentó que el precio era el que marcaba la caja, que no había más. Entonces con cierto enfado ya, le comenté que para qué contratan comerciales vestidos de monje si luego no aplican las campañas que ofrecen, que era un abuso por su parte con respecto al consumidor desvalido. Claro que la cajera y la Tonya se miraron y me dijeron al unísono, que no había ningún comercial contratado de monje, que no tenían campañas abiertas todavía.

 

Empezaba a caminar para marcharme de allí, cuando la cajera, al verme tan sorprendido, aunque en gran medida asustado, me ofreció devolverme el dinero. Y entonces reaccioné y le dije que no, que es la mejor cerveza del mundo y que voy a saborearla pensando en los monjes de La Abadía de Rocherfot, Bélgica.

  

—Lo que se inventa la gente con tal de obtener una oferta— La cajera le dijo a la Tonya, entre risitas.

 

En ese momento alguien dio una palmadita a la patinadora por detrás, se giró y allí estaba mi amigo el monje. Preguntaba por los servicios y de paso se despidió de mí con saludo casi papal. Muertas se quedaron éstas dos panolis, fue visto y no visto, una exhalación de otro tiempo.

 

¡Mis cuñados van a alucinar!

 

 

 

 

YRB ©

Paté y turrón

Paté y turrón

Si ahora se cuela en el vagón un tío disfrazado de ratón, como en el vídeo de instagram, me da algo. Creo que son puro montaje la mayoría de esos vídeos. Repasaré la lista de la compra de mañana, todavía me quedan una infinidad de estaciones de metro.

 Alguien entró y se sentó enfrente. No lo mires. Te dije que no lo mires. La naturaleza humana nunca sorprende, curiosidad felina más bien. Prosigue con la lista de la compra. Los patés al final se quedan siempre a medias. Ese pan tostado con pasas que sobrevive en el armario hasta junio, y el turrón ¿Quién come turrón después de la cena?

 Quedan cuatro estaciones todavía. Sólo resuena en mi cabeza la voz en off que dice “...al salir, anden en curva” Y dale,otra vez. Ahora ya no puedes evitar mirar su mascarilla, higiénica por cierto. Como la tuya del Thyssen, inspirada en Jacques Linard, Porcelana china con Flores. No me lo puedo creer, tiene a John Coltrane tocando el saxo. Cultura la mía ninguna,recuerdo a Sergio que tenía aquel vinilo de Lo mejor de Coltrane. No sé cómo se encuentra ni qué hará esta Navidad, tal vez le llame. Mi estación, me voy a casa (cuidado con el andén en curva).

  

Gran invento el audio en el whatsapp. Al principio los odiaba, no me gusta mi voz. Después decidí no escuchar lo que envío. Se economiza tiempo. Un saludo escueto y a esperar respuesta.

 

Ya voy, ya voy. No para de sonar. Nos tiramos media vida con el móvil en la mano y otra media buscándolo.

-Hombre Sergio ¿Qué hay de tu vida? Ayer vi un tipo en el metro con una mascarilla del músico del saxo que te volvía loco y pensé en llamarte.

-Gracias Laura, me alegro mucho que te acuerdes de mí en estos momentos.Tengo que confesarte que ahora mismo vivo confinado. Imaginarás que tengo covid, pero lo que tengo es miedo a no estar localizable y sin batería en el móvil. Tengo que saber en cada momento cómo progresan mis padres.

- ¿Qué les pasa? Sergio, cuéntame. Y perdona que no te haya llamado antes.

- Mi madre ingresada en el Hospital Ramón y Cajal con un meningioma que le afecta a la movilidad de medio cuerpo. Mi padre ingresado en el Hospital Doce de Octubre con un ICTUS, que lo trasladarán para recuperación en otro hospital de media estancia y además en unidad covid. Porque él sí que lo tiene. Estoy en tratamiento por ansiedad y con baja laboral, sin un ápice de esperanza.

- Y yo pensando en los patés y el turrón. Voy a tener que traerte a casa a tomar una copa de cava con ese disco tuyo, Sergio.

-Gracias Laura pero no somos familia ni convivientes y tal vez ni allegados. Te lo agradezco de todas maneras. Siento tu abrazo virtual, por así decirlo.

- Hagamos algo.Nos saltamos las normas. Vayamos a la calle Ibiza, hay bares con sus terrazas, podemos tomar una copa.

-Estoy yo para saltarme nada con la que tengo en mi casa, sois unos inconscientes. Adiós Laura.  

 

Qué pesadilla acabo de tener con Sergio. Voy a llamarle para saber de su vida.

-Hola Sergio, me acordé de ti, espero que tus padres y tú estéis bien.

-Gracias Laura, pero vengo del tanatorio. Mi madre ha fallecido de un meningioma.

- ¿Y tu padre?

-Está muy triste pero era un duelo largo, crónica de una muerte anunciada.

- Siento tanto lo de tu madre y no haberte llamado antes. Y tu padre está bien, ¿no tiene nada?

- Espero que no, es lo único que me queda en este momento...

 

¡Madre mía!¡Por Dios! Una pesadilla dentro de una pesadilla. Ya no sé si llamar a Sergio.

-Hola, te llamo para saber si no tienes nada.Me he acordado de ti estos días.

-Gracias Laura, no me encuentro bien. Tengo covid, me lo dijeron ayer. Asintomático pero en casa.

-Bueno mira el lado positivo, por lo menos tus padres no están muertos ni nada de eso.

-Ellos están bien, yo recluido en mi cuarto. Espero que no sea un tipo de maldición lo que me acabas de decir, Laura.

-Perdona, sólo quería saber de ti y los tuyos. Me lié con el paté y el turrón y no sé porque llegué a estos jardines.

-Ya hablaremos Laura, estás muy rara. Saludos.

 

¡Otra vez un mal sueño! Me voy a levantar de una vez. Ni llamo a Sergio, ni felicito la Navidad este maldito 2020 a nadie, ni compro paté y menos turrón.  

                                                                                                        YRB©

UrGe AyUdA

UrGe AyUdA

Soy Luis, médico internista que volvió hace poco a su trabajo, un hospital de mil camas, tras una aventura en el Amazonas para instaurar un programa de vacunación en un pequeño poblado de la selva.
Desde hace días vivo en el depósito de cadáveres del hospital. Estoy peor que muerto; sin más pistas me declaro zombi. Las prácticas de aquella aldea con mi persona me llevan a concluir que las vacunas no fueron aceptadas por sus habitantes.
Mi vocación desde los 16 años, entonces ya curaba pájaros caídos de los árboles, ha consistido en salvar vidas. Sólo mueven mi existencia los principios hipocráticos; por esto decidí esconderme en mi rincón de la morgue. No hago ningún mal; tomo prestados miembros, vísceras y anejos que nadie echará en falta. Exceptuando el ojo de cristal de un septuagenario con valor sentimental para la viuda que tragué por descuido. En ningún momento consideré la posibilidad de ahogamiento. Los múltiples intentos de autolisis han fallado.
El peor bocado, la placa de ateroma generalizada de un varón de cincuenta años con obesidad mórbida y mil condicionantes más; el mejor, la glándula mamaria sana de Anita, de dieciocho, mi amor platónico.
El motivo del aviso en la cafetería: necesito urgentemente un bidón de gasolina y una cerilla. Gracias.

YRB.-

 

(Cuento seleccionado en el II concurso de microrrelatos “Cuentos oscuros” organizado por Ojos Verdes Ediciones)

 

http://ojosverdesediciones.com/cuentos-oscuros/

http://ojosverdesediciones.com/producto/cuentos-oscuros/

 

 


La Montoya, era Soledad

La Montoya, era Soledad

Yo la he visto, la he visto todas y cada una de las noches de luna llena, no le miento. Agazapado entre las columnas del Parque Güell, he oteado la silueta femenina de una dama que sufre. 
Allí mismo, mire, allí en la escalera. Al lado del dragón que, con su silencio, asiente a la plegaria de la mujer. Ahora mismo, si se fija bien, hay unas lágrimas secas en el suelo acompañadas del llanto sordo que empapan mis oídos con la Pena. El llanto me cala hasta el tuétano. Después, un viento hueco me arropa con sus palabras. Dice que prefiere el susurro de las hojas en la tierra a la inquietud del mar. Demasiada pasión lleva la mar, murmura ella, mientras roza sus muslos ahumados. Otro llanto ahogado sale de su boca de amapolas y agita el cabello de azabache despeinado. Cambia el drama por jarana, sin saber yo qué pasa. Se levanta y agita la falda con esos volantes que portan flores de calabazas, vivaz. Con la Pena por bandera, pero risueña. 

Ahora entenderá usted por qué en su día no edité el dibujo de Soledad Montoya, no quisiera perderme esta fiesta cada noche.

 

Homenaje a Lorca en Radio21-Castillos en el Aire-Almenas de palabras

 

YRB.-